El principio…del fin… El fin…del principio (parte II)

No escucho los sonidos de mi voz en mis oídos. Pero si el silencio de mis pensamientos en mi conciencia. Me gustaría que sucediese lo que dice Miguel Hernández en uno de sus poemas:
Que mi voz suba a los montes
Y baje a la tierra y truene,
Eso pide mi garganta
Desde ahora y desde siempre.
De súbito, me doy cuenta de que los minutos han pasado sin percatarme de que estaban corriendo, pero la casa aún permanece en silencio. ¿Sera que los niños se han quedado dormidos?, ¿me abre dormido? No puede ser. ¿Quizás se hayan ido al colegio? Pero… ¡cómo! ¿sin despedirse de mí? Me parece raro…
Doy un bote dando una cabriola en el aire y recorro apresuradamente todas las habitaciones de la casa, haciéndolo en un santiamén, pero no halle a nadie.
Solo veo a nuestro perro Rufus en la galería de la cocina, tumbado en un rincón sobre su manta de cuadros galeses, mirándome con extrañeza…; intento acariciar su cabeza, pero él sale corriendo espantado.
–¡Rufus, Rufus, Rufus! –lo llamo cariñosamente, pero Rufus no me hace caso, se habrá escondido en algún rincón de la casa. Seguramente, en el despacho de Nicolás, como siempre… Lo echa de menos.
»¿Los niños dónde están?», vuelvo a pensar en ellos.
»¿Cómo no me ha avisado Mari Jo?, ¿por qué se habrán ido sin despedirse de mí? Lo aclarare con ellos y con Mari Jo, cuando regresen del colegio esta tarde. Ya veremos cuál es la excusa esta vez».
Ahora debo de concentrarme en mi trabajo, que estoy un poco desilusionada últimamente con su resultado. Al entrar en la biblioteca-despacho, el olor a aire fresco y húmedo de mar mezclado con una brisa marina me hace revivir. Mi mirada distraída se posa en el caballete que se encuentra en la esquina que da salida a la terraza, un lienzo pintado en colores vivos, impresos de una luz cegadora que me da la bienvenida. En él se reflejan las líneas perfiladas de un campo verdoso sembrado de amapolas, el cual se funde con un cielo azul brillante transparente, invitándome a que me adentre en su interior, para perderme entre ellas…
Siento cómo estoy caminando por esa pradera de amapolas y cómo el aroma de flor fresca penetra en mis pulmones y como el suave viento mesa mis sienes volteando mi recortada melena rubia hacia atrás…
Mis pies descalzos tocan con suavidad la verde pradera como si fuesen mis manos tocando las teclas de mi piano interpretando un adagio de Verdi mientras a su son las florecillas acarician mis pantorrillas.
Esta sensación es tan fuerte que tengo la impresión de que estoy realmente caminando entre las amapolas, y no en la biblioteca-despacho de mi casa…
No tengo la percepción exacta del tiempo que he pasado caminando en mi imaginación por aquel campo verde de amapolas…, creo que quizás demasiado.
De súbito siento como un escalofrío recorre mi cuerpo al escuchar un ruido en el interior de la casa, al instante ese escalofrío se va por la planta de mis pies. Lo noto como algo real. De pronto, en mis oídos escucho cómo la casa se llena de un griterío infantil, carreras y risas…
Ya habrán regresado del colegio los niños…, les preparare la merienda mientras les pregunto qué tal les ha ido por el cole.
Giro sin saber lo que hago, solo pienso en abrazar a los niños, en preparar su merienda y me abalanzo sobre la puerta sin percatarme del espejo que había a mi derecha. Me doy de bruces con él y cierro los ojos instintivamente; al abrirlos, de repente aparece en él el reflejo nebuloso de mi cuerpo espigado. Mientras observo ese borroso cuerpo dibujado entre una espesa niebla, pienso que me había dejado los lentes sobre la mesita.
Antes de dirigirme a la cocina para abrazar a los niños y preparar su merienda, me dirijo a mi cuarto para recoger mis lentes, pero… ¡oh, Dios mío!, al entrar en el vestíbulo…, ¡no puede ser!, ¡Nicolás!…
Veo en el centro del vestíbulo a Nicolás agachado abrazando a los niños, acariciando la suave piel de sus rostros, mientras Ben le lanza una verborrea de preguntas y el pequeño Pau con sus manitas trata de juguetear con su perilla, algo que a Nicolás le molesta. ¡Dios mío!, no puede ser…, debe de ser un sueño. ¡Nicolás ha vuelto! Ha vuelto, ha regresado a casa…, está allí, en el vestíbulo de nuestra casa.
–¡Nicolás!, ¡Nicolás!, ¡Nicolás! -grito, presa de entusiasmo, por la emoción. Pero Nicolás no se vuelve a mirarme al escuchar mi voz –. ¡Nicolás!, ¡Nicolás!, ¡Ben!, ¡Pau!, ¡Ben!, ¡Nicolás! –repito, una vez más, chillando. Pero nadie parece oírme, nadie me hace caso. Los tres solo están pendientes de ellos mismos…, parece como… como que no me han visto, ni oído.
Noto una impotente rabia naciendo en mi interior, y como esa rabia desbocada se empieza apoderar de mí. Tengo unos rabiosos celos de ellos.
Trato de abalanzarme sobre ellos, pero no puedo, algo me está apresando por detrás alejándome de Nicolás. No sé lo que es.
Giro la cabeza y mis ojos se encuentran con su mirada en el gran espejo de suelo a techo de la entrada.
Pero ¡oh!, ¡sorpresa! En él no puedo divisar el reflejo de mi rostro, solo veo el espejo vacío. La imagen de mi rostro y de mi cuerpo no aparece reflejada en su inmensa profundidad.
Mis ojos dirigen su mirada hacia mis manos, mis brazos, mis piernas, mi cuerpo y veo como todo él se disgrega en diminutos hilos, perdiéndose entre las paredes pintadas en crema tostada de la habitación. Desde la puerta de mi habitación unos enormes ojos negros me observa. Son los de Rufus que me está mirando, con terror.
Camina tambaleándose de un lado a otro y cuando llega a mi altura se pone de pie cargando su pesado cuerpo sobre sus patas traseras… Su mirada de perro fiel, leal, no ve, esta hueca, vacía…, siento un pinchazo de dolor…
Ese dolor agudo recorre mi frente de adelante a atrás y de atrás hacia adelante, como si se tratase de un torniquete sobre ella, que a cada vuelta que da para apretármela me produce un dolor más intenso y profundo. A la vez noto un intenso hormigueo en los dedos de mis manos, haciendo imposible que respondan a la orden que mi cerebro le está enviando para que se pongan en movimiento. Mis muñecas reflejan un color azulado oscuro, como si tuviesen moratones de un golpe que no recuerdo me haya dado. Ese color azulado va subiendo por mis brazos desnudos, noto el cansancio que se apodera de mis hombros agarrotando toda mi espalda. Siento mis cervicales frías, como un carámbano de agua. Mis costillas son como punzantes bisturís que se clavan en mis riñones, haciendo que no note nada de mi cintura para abajo, no noto mis pies, mis rodillas, mi cadera…
Tengo frío, tengo calor, un sudor frío recorre mi cálida piel. Me siento mojada, me siento húmeda… Siento como un enorme frío comienza a invadir todo mi cuerpo…
No puedo más, en este momento ya nada tiene sentido para mí, siento como una brisa helada convierte las gotas de sudor en una traslucida esfinge de hielo.
Mi alma se sumerge bajo las olas de la espesa negrura de la oscuridad.
Empiezo a sentir que hay algo inusual en todo lo que me rodea, en ese rostro sin reflejo en el espejo, en esta cama que no es la mía, en estos muebles que me son desconocidos…, en todo lo que me rodea en esta habitación que no reconozco como la mía propia.
Me doy cuenta de que todo esto no es un sueño. Empiezo a comprender que me encuentro inmersa en una bufonada. Una burla retorcida que, por otra parte, si se quiere, puede parecer que es fascinante y hasta brillante…

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