LA BAUTA DEL ZENDALE

CAPÍTULO IV

 

«El paso del tiempo nos aprisiona, no en una celda de hormigón armado, sino en una de esperanzas rotas y tragedias imprevisibles, cuán grandiosa sería entonces la oportunidad de volver, pero al hacerlo no nos estaríamos enfrentando al Tiempo, sino a nosotros mismos, porque aunque podamos escapar de la cárcel del tiempo, jamás podremos salir de la cárcel de nuestra propia naturaleza…

El tiempo pasa más o menos de prisa en función de la velocidad del observador respecto al objeto y de la fuerza de gravedad. El tiempo no es más que el compañero que todos afirmamos comprender… Aunque es probable que no sepamos cómo definirlo».

 

 

Las primeras e intermitentes luces del amanecer, de este martes diez de junio, comienzan a aparecer abriéndose paso entre las tenues sombras de la noche que se va con una lentitud pensada, medida diría, pero a su vez con la pausa milimétrica de un pentagrama en cuyos espacios se escriben los signos de la ciudad a través de los viejos y renovados edificios de las estrechas callejuelas que forman la orgánica cuadricula de las calles del barrio de los Austrias en la «Corte de Madrid».

Madrid, que nació siendo «Villa», pasando a ser «Capital», antes que ciudad. Madrid, esa ciudad fría y cálida a la vez, que lleva en sus genes, con altivo orgullo, el título de ciudad señorial, que el paso del tiempo, desde su nacimiento en el IX, le ha otorgado y que ella ha sabido cultivar. Sintiéndose el centro de un todo, sin alardear de serlo, no sintiéndose avergonzada en ningún momento de su historia, contada en un tono serio o jocoso, no escondiéndola tras rancios bastidores de terciopelo negro, sino más bien, todo lo contrario, ensalzándola a la vez que abre sus brazos de par en par, para acoger entre ellos las nuevas tendencias que han ido surgiendo en el peregrinar de su día a día. Manifestándose y ocultándose, a través del espacio-tiempo, al romanticismo, al modernismo, al vanguardismo, al posvanguardismo y, sobre todo al novedoso minimalismo de los nuevos tiempos que corren, conviviendo unos y otros con su antigua y abolenga historia, para convertirlos en su historia propia, como hacen los camaleones, cambiar de color con naturalidad para adaptarse al momento, en el preciso instante del momento.

El sonido desafinado, pero acompasado, en el segundero del reloj del tiempo de los coches que circulan por la Gran Vía, en las primeras horas del amanecer, del nuevo número del calendario que está naciendo, simples números, que no son más que la mera acotación visible del espacio y del tiempo, despiertan a la adormecida ciudad.

El eco de esos perdidos sonidos descafeinados llega hasta los oídos de la persona que está de pie, descalza, erguida, asomada al balcón de la ventana de una de las habitaciones del hostal Dolcevita. Con la mirada perdida pero expectante ante lo que sus ojos le están mostrando. Hace una década que sus pituitarias no saborean el áspero aroma de la ciudad que tantos recuerdos le ha dado, y de los que ahora solo le quedan fugaces flashes en los días en que su mente se convierte en la mente de otro. Esa sombra que le perseguía, y a la que por fin ha dado muerte. Desde la atalaya del balcón ve pasar los recuerdos de su sombra, que regresan a su conciencia, convertidos en una de las partituras de la sinfonía de su triste historia. Son los recuerdos de sus viajes, en parte secretos, en los que había perseguido infructuosamente el fantasma del deseo, de la alocada pasión, durante días recorriendo sin sosiego los rincones del barrio de Chueca y Malasaña, en aquellos grisáceos atardeceres con sus oscuras noches entre las estrechas callejuelas en aquel sórdido Madrid de los ochenta.

El hospedaje Dolcevita, se encuentra situado en el centro de Madrid, entre Gran Vía y la Plaza de Chueca, enfrente de la boca de entrada al aparcamiento de Vázquez de Mella, una de las puertas del barrio de Chueca. El barrio de Chueca situado en pleno centro de Madrid es el centro Gay de la capital, de España, y una referencia, para el resto de Europa y parte del mundo, de libertad —palabra plausible, esta, Libertad, llena de lo más digno y del sentimiento más grande—. Aunque algunos han pretendido convertir esa libertad  en libertinaje.

Este barrio, desde mediados de los noventa se ha convertido, en un icono del mundo diferente, gay, y erigiéndose en todo un símbolo de la modernidad, de la vanguardia y por descontado de la tolerancia. Desde entonces se han abierto las puertas de sus armarios para que todos viesen lo que en ellos se encerraba —el miedo, la vergüenza— a la vez que el contaminado aire de la gran ciudad, se depuraba con lo que cohabitaba en su interior, y una vez realizada su descontaminación, saliese como aire fresco, inundando las estrechas callejuelas del barrio y del resto de la ciudad. Si uno tiene la paciencia de recorrer sus viejas y estrechas calles, puede uno encontrarse con el encanto de lo viejo entremezclándose con lo nuevo. En cualquiera de las numerosas esquinas de las estrechas callejuelas que conforman el barrio de Chueca, uno se puede encontrar diversión a raudales, bares de copas, cafés, restaurantes de diseño minimalista mezclados con casas de comida de tiempo de los Austrias, de los Borbones. Gente que transita por sus aceras estrechas con cierta clase y sin ella, dentro de un ambiente lúdico, plenamente desenfadado, convirtiéndose por derecho en el estandarte de la libre normalidad y en la apertura de una sociedad al desenfado de lo normal dentro de lo que algunos consideran anormal.

La inerte figura de una sombra recortada se dibuja en el balcón de la esquina del hostal Dolcevita, como si se tratase de un maniquí en su escaparate, se encuentra de pie, mirando el cielo de un azul grisáceo, medio recostada en una de las esquinas del balcón. Es un hombre de buen parecer, tendrá sobre unos cincuenta y tantos años, muy bien llevados, de 1,90 de estatura, ni delgado ni gordo, proporcionado, debe de hacer algún tipo de deporte, ya que bajo su camisa entreabierta de cuadros se dibujan unos músculos bien formados. La cabeza afeitada reluce bajo los primerizos rayos de luz de la mañana, sobre su rostro sobresale una cuidada perilla de color medio blanco, medio gris, unas gafas oscuras de pasta negra con una fina línea plateada esconden tras de sí una mirada perdida en el horizonte de las entrelazadas calles, quizá rastreando sus recuerdos.

Está descalzo sobre los baldosines terracota de la pequeña terraza, lleva puesto unos pantalones vaqueros azules, camisa de cuadros grandes marrones y rojos sobre su torso, sin abotonar. Parece que conoce muy bien la zona donde se encuentra, aunque hace ya una década que ha pasado desde la última vez que había recorrió sus calles. La tarde de su desembargo, hace dos días, cuando llegó a Madrid, se perdió solo entre sus calles, para recordar los buenos momentos de los tiempos pasados. Porque los malos ya se recuerdan ellos solos en las desérticas noches de su soledad.

Pero volvió decepcionado de su paseo, pues retenía en su memoria una fotografía distinta de aquellas calles, que no se parecían a las que acababa de ver. Habían cambiado. Mientras caminaba por ellas pensaba que aquel barrio ya no era lo que había sido: calles sucias, locales desiertos y los que quedaban aún conservan el estilo caduco de los ochenta, que se había vuelto rancio, oscuro y triste a la vez. Chueca, la Chueca que él había conocido, ya no existe, debajo de su alfombra están empezando a salir los males del Chueca de los setenta y ochenta, las miserias de la sociedad. Se dijo para sí mismo, a modo de excusa: «Quizás la culpa solo la tengan los «aprendices» de políticos anclados en los recuerdos retrógrados de los sesenta disfrazándolos con la túnica del libertinaje… Culpando de ello a la tan cacareada «crisis» tratando de darle, así, una justificación a lo que sus ojos estaban observando».

Pero la verdad es que le importa demasiado, más bien poco o nada, ya que no se va a quedar a comprobarlo, ni a criticarlo, pues se marchara de la ciudad que en algún momento de esa década alejado de ella pudo ser añorada. Pues tiene reservado vuelo para las nueve de la noche.

Lo que en principio iban a ser unas horas en esta ciudad de su pasado, habían pasado a ser dos días. Lo que lo había traído de nuevo a Madrid había sido un cambio repentino de planes de última hora, una inevitable e inexcusable reunión tenía la culpa. Ya que él tenía programado viajar a París, ciudad a la que tenía decidido llegar este mismo día, sobre las diez de la noche, para quedarse un par de semanas a lo sumo.

Como solía hacer cada dos años. En esta ocasión el inesperado cambio de planes le había hecho perder tres días de su estancia en París.

Estando en Madrid, recordó el anuncio que había leído hacía unos meses sobre su viejo amigo y compañero. Por estas fechas está dando un seminario sobre medicina forense en la Complutense. Ese viejo y querido amigo, dio una conferencia ayer por la tarde-noche, por lo que decidió en el último momento quedarse un día más. Así iba a tener la oportunidad de asistir por vez primera a una conferencia de su querido amigo, sin que este tuviese conocimiento de su asistencia, incluso de que se encontraba en Madrid, ya que él suponía que se encontraba a miles de kilómetros de allí.

Con su mirada, tras las oscuras gafas, recorre los edificios que se encuentran a su alrededor, su vista se queda mirando la gran terraza del último piso del edificio que hacia esquina en diagonal al hotel Dolcevita. Conoce muy bien el ático de aquel viejo edificio, convertido ahora en un moderno y minimalista loft. Minimalismo que tanto le gustaba a su dueño, a él no tanto, ya que su gusto es más afrancesado. Conoce a su propietario muy bien, desde hace mucho tiempo, son casi de la misma edad, un año menor. Con él había corrido alguna que otra juerga en varios de los locales que se encontraban a sus pies. Habían compartido y comparten secretos, confidencias y largas conversaciones, en las noches madrileñas donde el insomnio era su refugio. Algunas de esas charlas habían tenido lugar en ese mismo ático, al que está mirando desde el balcón.

Se queda contemplándolo fijamente durante unos minutos mientras que, en su cabeza, su conciencia le está enviando segundo a segundo preguntas con respuestas, como sin ella, incluso respuestas con preguntas, «No titles with the Word», que tiene grabadas en el disco duro de su memoria.

Un fuerte calambrazo en la base de su cráneo hace que se retuerza de dolor, el instintivo movimiento de sus manos hacia la cabeza no llega a su destino, pues antes de que esto ocurra cae desplomado en el suelo de la habitación, quedándose inmóvil, sin conocimiento.

Al cabo de cinco escasos minutos abre los ojos sin saber dónde está ni lo que ha sucedido. Los recuerdos han desaparecido, como si no existiesen. Vuelve a la realidad de su otra existencia.

Desconcertado. Se sienta y deja que su mirada se pierda entre las esquinas de la plaza, tratando de encontrar unos recuerdos que ya no sabe si han existido realmente, pues los recuerdos de ese momento no tienen nada que ver con esta ciudad ni con su persona.

El vacío de su mente no es más que un profundo y oscuro agujero negro.

Un repentino frio recorre su cuerpo, siente miedo de que alguien haya podido reconocerle. A duras penas consigue llegar a la cama, se tumba sobre ella tapándose con el edredón, y empieza a repasar en el desierto de su mente cada uno de los momentos de los dos últimos días.

 

Mientras esto acontece, en el amplio dormitorio del loft del ático de aquel viejo edificio, que el huésped del hotel Dolcevita miraba, desde la atonía de su cuerpo desplomado sobre la cama, sin saber el porqué, dos cuerpos desnudos yacen bajo una sábana negra arrebujada entre sus piernas, sobre la amplia cama de dos por dos. Uno de ellos es el cuerpo maduro de un hombre de cincuenta años, el otro es el cuerpo de una mujer algo más joven, de unos cuarenta y tantos años, ni delgada ni gorda, en el omoplato de su hombro derecho destaca un dibujo milimétricamente tatuado del capullo de una rosa de color azul. Seguramente, en recuerdo de un apasionado amor.

Él se despierta de improviso sobresaltado, aupando su cuerpo como si fuese impulsado por el resorte de un muelle, se sienta, en el minuto siguiente al impulso el cuerpo se va aflojando, a cámara lenta, pegando su espalda al cabecero de madera y cuero de la cama, tenso, tiritando, cubierto de sudor, sin saber muy bien dónde se encuentra. Se acaba de despertar en medio de una pesadilla. Su pesadilla.

Él, Jorge Javier, sacude su cabeza con una brusquedad comedida, al tiempo que hace unos movimientos giratorios con el cuello. «Este maldito dolor», piensa.

Una vez más, como cada noche desde que llegó a Madrid hace diez días, la misma pesadilla, acosándolo, persiguiéndolo como una maldición cuando sobreexcitado se despierta.

«Este dolor», susurra en voz baja, sin que llegue a reducirse con sus ligeros movimientos de cuello.

Es un dolor que nace en su hueso sacro y recorre todas sus vértebras hasta llegar a la base de su nuca como si se tratase de un chorro de agua helada que corre por ella hasta llegar a convertirse en un carámbano de hielo a lo largo de su médula espinal.

Instintivamente, con los ojos semipesados, sin terminar de abrirlos del todo, extiende su brazo hasta la mesa baja que se encuentra a su lado, cogiendo con su mano, como si se tratara de una pinza, la cajetilla de Marlboro de la que saca instintivamente un cigarrillo. Sentado en la cama, sin estarlo, recostado sobre el cabezal, enciende el cigarro con cierta desgana, pero con la ansiedad que le demanda su cuerpo. Le da tres, cuatro, hasta cinco caladas desesperadas, una tras otra, soltando el humo, que empieza a inundar sus pulmones, por los orificios de su nariz, sin despegarlo de la comisura de sus labios.

«Este dolor parece no remitir», piensa.

Jorge Javier permanece en esa postura varios minutos que le parecen eternos, con los ojos semicerrados, meditando, pensando, reflexionando sobre la pesadilla que le ha atormentado. Intentando relajarse, repasando en el libro de su memoria lo que había hecho por la noche.

De repente, Jorge Javier se sobresalta ante los fotogramas que en la pantalla de plasma de su mente se están reproduciendo, abre sus ojos adormecidos, los abre incluso más de lo normal. No puede ser verdad, su conciencia se lo decía, hasta se lo aseguraba, pero su sexto sentido le decía lo contrario…

La sombra de su secreto, su misterioso amigo, estaba allí en Madrid. ¿Por qué había vuelto a Madrid? ¿Y si alguien lo reconocía? Todo se descubriría. Lo que traería un maremágnum de preguntas, para las que no tenía respuestas, solo justificaciones…

—No puede ser verdad —se dice a sí mismo.

En la oscura penumbra del loft, quiere asegurarse de que él no está ahí a los pies de la cama, a su lado, en silencio, observándolo como acostumbra a hacer. Pero esta vez no está ahí, no hay nadie, solo la penumbra oscura de la habitación…, «él solo está en ese rincón de su mente misterioso y sinuoso a la vez».

Entonces comprende que todo ha sido obra de su mente agobiada por los recuerdos, «no ha sido nada más que una pesadilla». Suspira profundamente, mientras una leve sonrisa triste se dibuja en sus labios.

«Ahora estoy ya a salvo», piensa el propietario del loft, el dueño de la pesadilla.

Aunque Jorge Javier, desde hace algún tiempo a esta parte, se encuentra más intranquilo de lo habitual, concretamente desde que ha empezado a ser consciente de sus fantasías y las de sus cómplices amigos, con los que comparte una vida de confidencias, juegos y aventuras…, o, quizás sin saberlo…, incluso antes, cuando solo eran las fantasías descritas en las tertulias cotidianas de dos amigos, en la cama o ante una botella de whisky. Nunca le habían preocupado en exceso las zozobras de sus amigos, ni su conciencia se lo había reprochado, ni incluso cuando había aceptado participar en una gran mentira de su pasado se lo había planteado. Pero, por primera vez, ahora, aquí, estando de regreso en su ciudad por unas horas, tiene la extraña sensación de que le siguen, alguien le observa, no se siente a salvo ni despierto. Se siente aterrado solo con la simple idea de que algo terrible está a punto de suceder o que ya ha sucedido. No puede dejar de pensar en ello, solo imaginar lo que será…

Cuantas más vueltas le da a ello en su mente, más atroz es el recuerdo de los crímenes que han desfilado ante él cada día en su trabajo. Crímenes que caminan por su conciencia, como si se tratase de un desfile de hormigas.

—¿Qué haces, Jordi? Acuéstate de una vez —murmulla Paty medio adormecida.

La voz, inesperada, de su compañera de cama que acaba de escuchar lo lleva de vuelta a la realidad, como si de un salvavidas lanzado al mar se tratase. Dios…

«Si parece un anélido Paragordius triscuspidatus —un nematomorfo marino—, alargado, raquítico, legañoso, intentando estirarse entre la arena cálida de una playa», piensa Jorge Javier volviendo su rostro hacia el cuerpo que está a su lado. Ella se agita bajo la sábana, con torpes movimientos intenta atraer el cuerpo de él hacia ella para acurrucarse a su lado, abre y cierra los ojos, murmurando sonidos ilegibles…, él permanece indiferente ante el acoso insistente de los movimientos de su compañera de catre, observa como los primeros rayos de luz de la mañana penetran a través de las ranuras de la persiana a medio cerrar en la oscura penumbra, abriéndose camino entre su oscuridad, consiguiendo que esta comience a marchitarse.

Lentamente, a sus oídos comienza a llegar el difuso carraspeo de la radio de su nuevo vecino de al lado, como todas las mañanas de estos diez días que lleva en su ciudad. Por un instante, le invade la tenue sensación de que no hubiera habido un ayer.

Pero la realidad es otra bien distinta, ha habido un día corto y una larga y profunda noche, a rebosar de pesadillas, de sueños rotos que estarán presentes durante todo el día, hasta que se diluyan las luces del día para que todo vuelva a empezar, justo en el preciso momento donde todo concluyó la noche anterior.

El dibujo que forma la luz del nuevo día al colarse entre las lamas de la persiana distrae sus pensamientos, haciendo que regrese a la realidad del momento. Mira por unos segundos, a través del humo de su cigarrillo, la figura que forma el cuerpo de su compañera bajo la ensortijada sábana.

Jorge Javier está revisando en su mente la agenda de lo que tiene programado para el día de hoy.

Uno: «Repasar y preparar las notas de la conferencia que por la tarde tiene que exponer en el congreso».

Dos: «Comida con compañeros de congreso».

Tres: «De cuatro a ocho, congreso».

Cuatro: «Cena familiar a las diez».

Una noche de falsas confesiones, de sonrisas permanentes, de repetitivas discusiones, de promesas que no se cumplen, de besos sentidos y cumplidos abrazos.

«Tendré que comprar unas botellas de vino, me acercaré a la vinacoteca de Capitán Haya ahora cuando salga…», se está diciendo cuando siente en la parte superior de su pie izquierdo, en el empeine, un roce frío y algo punzante clavándose en él, haciendo que un escalofrío recorra su pierna. Mira su pie, ve detenido sobre él el oscuro cuerpo anillado y alargado de un gusano anélido hirudíneo regordete, con su circular boca aventosada llena de dientes pegada a su piel moviéndose acompasadamente.

—¿Qué haces tú ahí? —le dice al oscuro cuerpo anillado, murmurando en voz baja, alargando la mano hacia él.

Él conoce bien ese tipo de animales, forman parte de su mundo cotidiano, por algo es patólogo forense del CSI de Nueva York.

—¿Has salido a dar un paseo? Eh, eh…

Por unos instantes se queda mirándola embobado, como siempre que se topa en su profesión con alguno de estos animalitos, gusanos, ese mundo le fascina.

Sigue con la mirada el movimiento del cuerpo anillado oscuro y alargado. La curiosidad que siente en estos momentos hace que se pregunte cómo serán sus ojos, qué color tendrán. Llevado por el simple picor de la curiosidad, más que por el conocimiento que tiene de ese gusano anélido, decide cogerlo.

Con sus dedos pulgar y corazón, a modo de pinza de cirujano, agarra suavemente el cuerpo alargado tirando de él hacia arriba, con un golpe seco, haciendo que se desprenda de su pie, para quedarse el anélido hirudíneo atrapado entre los dedos de su mano derecha.

El gusano ni se sorprende ni se inquieta, no hace nada por soltarse y escapar, se mantiene impasible, moviendo con lentitud su alargado cuerpo mientras su carcelero lo va acercando hacia su rostro para verlo más de cerca.

A Jorge Javier le parece una criatura maravillosa solo de pensar en el simple hecho de que el universo hubiera creado aquella criatura con una perfección exquisita para un fin determinado.

De pronto, en sus oídos retruena un grito sin ser grito, más bien un chillido agudo, asustadizo, cuyas ondas según van chocando en sus tímpanos, cada vez son una nota más alta…

Se sorprende, haciendo un gesto brusco con la mano que sostiene al anélido, por lo      que este cae sobre la sábana.

Patricia pega un salto en la cama hasta empotrar su espalda en el cabezal, cubriéndose hasta el cuello con la sábana que ha logrado coger en su sobresalto.

Con los ojos muy abiertos mira con cara de espanto y asustadiza a su amigo.

—¡Joder! ¿Qué haces, Jorge Javier?, ¿qué es eso?, ¿de dónde ha salido?

—Saluda a nuestra amiga —dice él, volviendo a cogerlo con sus dedos.

—¡Suelta ese bicho!… ¡Quítalo de mi vista!… ¡Mátalo, mátalo, mátalo!… —grita histérica.

Jorge Javier no hace ningún movimiento, simplemente se limita a mirarla, con el gusano anélido entre sus dedos, casi pegada a su cara.

—Es un gusano anélido hirudíneo.

—¡Quítalo de mi vista! Es asqueroso, ¿cómo se te ocurre…? ¿Qué pretendías hacer con él?

—Solo pretendía reflejarme en sus oscuros ojos             —contesta tartamudeando casi sin voz.

—¡Dios mío!… Estás loco… —dice ella furiosa, queriendo decir algo, sin llegar a decirlo.

A Patricia le faltan las palabras, el susto que se ha llevado al abrir los ojos y ver a Jorge Javier con aquel bichejo ante su cara en la penumbra había hecho que su rostro se contrajera, se arrugara, se torciera, para finalmente terminar dilatándose, todo ello en el breve lapso de tiempo de no más de un par de segundos.

—Tú estás como un cencerro…, vamos para que te encierren. Esto no puede ser… —dice Patricia, sin tenerlas todas consigo, algo más tranquila.

—Te asustas por nada. ¿Qué creías?, ¿qué te la iba a colocar sobre tu cuerpo de violonchelo?

—No me extraña…, no sería la primera vez… Mi cuerpo no es ningún instrumento musical.

—No es una crítica. Me gusta afinar sus cuerdas.

—Qué más quisieras tú… Si solo entiendes de zambombas… Haz el favor de quitar ese animalejo de mi vista. Es asqueroso…

—Eres una alarmista. No ves que no es más que un inofensivo gusano anélido hirudíneo de agua dulce, de cuerpo anillado, boca chupadora, con una ventosa en cada extremo con que se adhiere a otros animales para alimentarse con su sangre

—Ya, ya… Para ti todos esos bichejos son inofensivos.

—Este no es un bichejo cualquiera como dices. Ignorante.

—Mi ignorancia me dice que eso no es más que un asqueroso bichejo, a los que eres aficionado… ¡Quítalo de mi vista!

—Este es un anélido hirudíneo, perteneciente a la familia de las anélidos, que son animales con un cuerpo casi cilíndrico compuesto de pliegues o anillos transversales. Estos pliegues que vemos son externos, pero coinciden con segmentos internos. Los anélidos tienen una cavidad interior que se denomina celoma, la cual está dividida en tabiques transversales, en el interior del celoma se halla un fluido en el que se encuentran suspendidos sus órganos. Los tabiques transversales separan los distintos segmentos de su cuerpo, que todos ellos tienen una pequeña porción del sistema nervioso y del circulatorio, por lo que pueden funcionar de un modo casi independiente. Cada uno de estos segmentos se conoce como «metámero», y están marcados en el exterior por uno o más anillos. Son animales invertebrados, protozoos con aspecto vermiforme. Este concretamente pertenece a la familia de los hirudíneos, conocidos popularmente como «sanguijuelas».

—¿Te suenan de algo, ignorante? —dice Jorge Javier acercándoselo al rostro de ella, con insistencia.

—Gracias por tu erudita disertación.

—Gracias. Cualquier momento es bueno para aprender algo nuevo…

—Te crees muy gracioso…, quita, no te acerques más.

—Como muy bien sabes —continúa Jorge Javier con su disertación—, este anélido, en las antiguas Grecia, Roma y sobre todo en el imperio Otomano, la antigua Siria, precursores de la medicina, se utilizaba para extraer sangre de muchas zonas del cuerpo, las llamadas «sangrías». Las utilizaban para todo tipo de enfermedades, desde un simple dolor de cabeza a patologías mentales. Como muy bien debes saber, porque es tu campo.

—Sí, lo sé. Pero de eso hace siglos. Ahora se utilizan otros métodos.

—¿Sabías que en Europa eran muy demandadas?, se vendían en las farmacias, en los siglos dieciocho y diecinueve. Aun hoy en día, hay una sociedad médica, la Medical Company «MEDICUS», que se dedica al cultivo y venta de sanguijuelas, se encuentra en Ucrania, concretamente en la región de Lviv, en Drogobych Carpados. Cerca del Balneario Truskavets, donde estuvimos hace dos años. ¿Recuerdas que fuimos por el caso…?

—¿No me dirás que te hiciste con ese biche… anélido hirudíneo en ese viaje? ¿Desde entonces lo tienes aquí en esta casa?

—No. Hace un par de meses que me hice con ellos, para una de las conferencias del congreso.

—¿En cuál?, porque no te he oído hablar de ellos en ninguna de tus intervenciones durante estos días.

—En la de esta tarde, «La Autopsia ante la Cirugía Reconstructiva». ¿Sabías que desde hace unos años se está utilizando a la sanguijuela en la cirugía plástica y reconstructiva?

—Estás hablando de alguna investigación, no de que se esté usando realmente.

—No, de la realidad. Cuando se trasplantan partes de un cuerpo, como pueden ser dedos, brazos, orejas, manos o cualquier otra parte, los cirujanos deben de unir arterias y venas. Como sabemos, la sangre puede… «atascarse, tapar, bloquearse», que no llegue a la zona de implantación. Pues bien, para ganar tiempo, hasta que se formen las nuevas conexiones entre las venas, se aplican sanguijuelas a los pacientes. Porque su saliva contiene anestésicos, antibióticos y anticoagulantes que dan un impulso al sangrado veloz, reduciendo la presión sobre las venas, y les permite entonces formar nuevas conexiones sanguíneas. Hay investigadores que afirman que los pacientes a los que se aplica esta técnica se curan más rápido.

—¿Con eso qué pretendes demostrar?

—La utilización de estos anélidos en la Medicina Forense.

—¿Cómo?, ¿con qué fin?, ¿piensas realizar una demostración?

—Lo sabrás si acudes a la conferencia de esta tarde en el congreso.

—Eso está bien…, pero ¿de… de dónde ha salido?

—Se habrá salido de la urna de cristal donde la había dejado, con las demás.

—¡Dios santo!… ¿Cuántas son?

—Un par de docenas, más o menos…

—Entonces todas esas sanguijuelas estarán correteando por aquí…

—No creo. Seguramente no cerré ayer bien la placa monotiter donde los tengo guardados.

—Con la alegría que traías anoche en el cuerpo, seguro que los has dejado por ahí de cualquier manera…

—Venga ya… Sabes de sobra que no acostumbro a dejar por ahí las cosas de cualquier manera…

—Siempre has sido un tanto despistado para todo y últimamente más de lo acostumbrado.

—Sí. A lo mejor los he metido en la cama para que estuviese calentitos… No te digo.

—¡Quéééé!

Dando un salto, se levanta de la cama poniéndose sobre ella desnuda mostrando las líneas de sus partes íntimas en la penumbra de la habitación. Se inclina levemente agarrando con fuerza un extremo de la sábana tirando de ella y enroscándosela sobre su cuerpo desnudo, dejando a Jorge Javier como su madre lo trajo al mundo recostado sobre el cabecero de la cama. Patricia salta de la cama dirigiendo sus saltarines pasos hacia el baño en el otro extremo, recogiendo con rabia su ropa que se encuentra en su camino. Mientras tanto, él se gira para coger el vaso de agua vacío que se halla en la mesita, introduciendo al gusano que tiene entre sus dedos en su interior, colocándolo boca abajo.

Jorge Javier mira sin ninguna perplejidad, ni descaro, el cuerpo desnudo, encubierto por la sábana que arrastra su amiga cruzando la estancia. Observa como las líneas de su espalda se funden con sus nalgas redondeadas, estas se contonean, formando con su movimiento una serie continuada de líneas parabólicas en la perspectiva espacial de la amplitud del dormitorio. Que parece iluminado aquí en esa esquina, ensombrecido allí, en la esquina opuesta, sin perder ni uno solo de todos los matices de un cuerpo desnudo en movimiento, como si se tratase de una bailarina de ballet clásico sobre el escenario de un teatro interpretando una danza clásica.

—Con el tiempo te has vuelto más irresponsable…, más paranoico. Como lo de anoche…

Patricia sigue hablando mientras camina hacia el baño esperando a que Jorge Javier le responda. Pero él la oye, pero no la escucha, pues en su mente en ese momento, de manera especial, se están dibujando las líneas de ese cuerpo que ha salido de su cama, como saliendo de entre las olas de una de las playas de Santo Domingo, donde a él le gustaba descansar. Lo que le lleva a una reflexión…

«Ese cuerpo está formando el nexo imperceptible que hay entre la luz y la luminosa oscuridad, que se mantiene invariable en el punto concreto en que la luz se encuentra franqueando la oscuridad y la misma luminosa oscuridad traspasa la luz, sin llegar a ser absolutamente ninguno de los dos puntos definidos como tales, formando las sombras de la penumbra, es el principio y el fin. Principio-fin, principio-fin. Principio y Fin. Fin y Principio… de algo mágico».

Como los secretos que guarda en su mente.

Cuando la espalda desnuda de Patricia queda fuera del campo de visión de Jorge Javier, estas simples palabras, «Principio y Fin», se quedan prendidas fuertemente en su conciencia, como si se tratase de garrapatas agarradas a su cuero cabelludo, llevándolo de regreso a la pesadilla que lo había despertado esta mañana. Esas palabras retumban, como si fuese el gong de un tambor, en su mente durante unos minutos, chocando entre ellas, como si quisieran abrir un espacio que no sabían que ya existe en algún rincón perdido de su psique, en el que el causante del «Principio» estuvo adormecido desde hace ya mucho tiempo. Hasta ahora, durante casi treinta años, cuando todos hablaban del «Principio», él callaba, no decía una sola palabra, porque las palabras que oía sufrían.

Oía como ellas gemían, por lo que él les daba descanso. Más bien, las enterraba en el cementerio alargado de su memoria, con esa actitud lo que pretendía era silenciarlas para que no sufrieran jamás. Pero esta mañana, por una extraña circunstancia que le resulta desconocida, todos esos silencios contenidos y encerrados en lo más profundo de su memoria han despertado de improviso de su tranquilo reposo en un instante fugaz. Quizás sean el preludio del «Fin».

Jorge Javier se inquieta ante la sola idea de que esas palabras impronunciables y esos hechos de palabras sin pronunciar puedan llegar a ver la luz del día. Parpadea instintivamente durante unos segundos, para que esa idea suya se quede inmóvil en el cementerio de su memoria, donde la ha depositado. Qué diría su amigo de metafísicas tertulias sobre la muerte, de risas, de cenas, de largos paseos por Central Park, de simples caricias en el sofá o entre las sábanas de su cama, de secretos llenos de confidencias, si le contase los pensamientos que le están surgiendo; seguramente, le soltaría alguna de sus frases filosóficas de psiquiatra, de las que suelta a alguno de sus atormentados pacientes neoyorquinos, tumbados en el diván de su consulta:

«Querido amigo, eso es el principio necesario que define el fin de todas las cosas que has mantenido en secreto durante tu vida».

—De verdad, Jorge Javier, esto, esto…, no puedo con esto —murmura en voz alta ella desde el otro extremo, ligeramente encorvada con la mano en el pomo de la puerta del baño, con el ceño fruncido, lanzándole una mirada de frío enojo—. Ya ni me escuchas lo que te digo.

—A veces…, no sé qué…

—Exacto, no sabes que… nunca lo has sabido.

—Esto es una tontería ¿Quieres que hablemos?             —pregunta él sin demasiada convicción.

—Todo esto me supera, Jorge Javier, no es solo esto, es… es todo… ¡No está bien! —Cierra la puerta quedándose de pie ante ella con la mirada triste.

—¿A qué te refieres con lo de «todo»?

—Pues todo…

—Paty…, que soy Jorge Javier, ¿te acuerdas?…, te conozco…, nos conocemos.

Patricia no contesta, se gira y camina por el loft con largos pasos con sus cortas piernas hasta llegar a la puerta de la entrada, gira su cabeza hacia donde se encuentra Jorge Javier lanzándole una mirada inquisidora.

Ella sale por la puerta de la vivienda, pensando en no volver a pisarlo por una larga temporada. Pero su subconsciente sabe perfectamente que eso no va a ocurrir, volverá en cuanto Jorge Javier se lo pida. Como siempre.

Bajando la vieja escalera del edificio, introduce su mano en el bolso sacando su ipad de su interior, aprieta la tecla de «agenda», marcando el número de su querida Carmen.

«Tal vez ella pueda consolarme logrando que olvide el mal trago del despertar de esta mañana, así como lo vivido en las últimas veinticuatro horas, necesito algo de tranquilinita, es un capullito joven, muy engreída, de aspecto impecable, nada aburrida e imprevisible, y, sin duda, me dará cierta tranquilidad estar entre sus brazos…», piensa ella mientras espera a oír su voz.

—Mierda, no contesta.

«Me importa un carajo las razones de Jordi», se dice a sí misma. «El enfado no es por el maldito bichejo, eso es lo de menos, ha sido la disculpa y el susto».

 El enojo ya estaba dentro desde hacía horas. No por lo que acaba de ocurrir, sino por todo lo que había sucedido durante la tarde-noche, en la casa de Somosaguas…, que quiere borrar y apartar para siempre de su mente. Puede que todo lo que sucedió en la tarde-noche sea cierto o puede que no; no lo sabe, no quiere saberlo, aunque lo sabe…, solo quiere olvidar. Olvidar lo que aconteció en esa vivienda de Somosaguas. Olvidar…

—Quizás con una hora bajo los chorros del spa me ayude a olvidar y a borrar estos recuerdos —se dice en voz alta, saliendo del portal.

Jorge Javier arrastra su cuerpo sobre la cama colocando su cabeza sobre las dos almohadas, siguiendo con la mirada perdida las líneas de luz que inundan la estancia, intentando ver su color, en los reflejos de luz que sobre él se están proyectando desde el gran ventanal que da a la amplia terraza, esos haces que penetran a través de la persiana alineándolos, rozando su desnudo cuerpo hasta perderse en el techo, después de sortear el mobiliario y quedar atrapados entre las paredes, lo que hace que piense en los kilos de más que ha cogido esta última semana de estancia en Madrid, y, a buen seguro, todavía cogerá alguno más ya que aún se quedará un par de semanas más antes de retornar a la ciudad donde había decidido instalarse definitivamente…

En esa tesitura está Jorge Javier, diciéndose mentalmente que quizás debería afeitarse, y salir a comprarse un pantalón nuevo que vaya a juego con la camisa verde de rayas blancas que Patricia le ha regalado…

Una amplia sonrisa se dibuja en su boca tras estos pensamientos.

Alarga su mano en dirección a la mesita y coge el vaso donde ha depositado el alargado anélido hirudíneo, lo mira con detenimiento y comienza a lanzarle palabras, frases en voz en alta, como si lo pudiese escuchar y le fuese a responder.

Las palabras rebotan en las paredes acolchadas del loft, para volver luego a su punto de partida.

—Sabes, es curioso cómo es el humano, el Homo sapiens, como nos llaman para diferenciarnos de vosotros, humildes criaturitas. Verás, mi querida amiga, antes yo no pensaba en estas trivialidades mundanas, cuando era más joven, que es cuando la sociedad presupone que uno tiene que preocuparse de ellas, sin embargo, yo ahora, no hago otra cosa. Es más, te confesaré que he aprendido a disfrutar de todas estas trivialidades, no solo eso, sino que hasta me gusta hacerlo. Hace años, ni me fijaba en ellas, me divertían, sí, pero no les prestaba atención, simplemente eran cosas que pasaban en ese momento sin más. Cuando estaba en la universidad, e incluso tiempo después, cuando ya estaba trabajando en lo que realmente me apetecía, me gustaba y quería, en mi tiempo libre solo me detenía a meditar y pensar en las cosas importantes de mi profesión, de todas las formas y maneras posibles; ahora ya no, en estos dos últimos años me he negado a pensar en todas esas cosas del trabajo, el objeto de la profesión y del trabajo está muy bien, pero fuera de ese mundo hay otras cosas triviales, que también son interesantes, que hay que conocer y disfrutar. Ahora, mi afán es cómo puedo deshacerme de toda la mierda que he ido engullendo a través de todos estos años. Pues soy consciente de que la mierda solo se amontona y amontona, haciendo con ello que fermente, lo que produce unos olores que te envuelven con su manto…

El eco de los tenues sonidos de las palabras de él deja de rebotar por la estancia, pues Jorge Javier se ha callado súbitamente. Su tronco se halla ligeramente despegado del colchón apoyándolo sobre sus codos, su cabeza está ladeada hacia una dirección concreta del loft, en su rostro ya no existe el reflejo de sonrisa alguna, más bien, empiezan a reflejarse rasgos de melancolía. En su mirada se atisba cierta aflicción mientras sus ojos miran hacia un rincón concreto del suelo donde tiene una caja bien oculta, en cuyo interior reposa una especie de diario, junto con algún otro documento, al que ha ido dando vida en los últimos años con su puño y letra. Siempre que regresa a Madrid, que suele ser una vez al año, lo primero que hace es abrir la misteriosa caja para depositar ciertos documentos y los folios de su diario, que es incapaz de dar por finalizado. Desde donde está, mientras lo mira, piensa que debería abalanzarse sobre él, para pelear con él o contra él, pero no se atreve siquiera a mover un músculo para ello. Tiene miedo de las consecuencias que eso acarrearía. Lo siente siempre que está ante algo que ya lo ha sobrepasado, incluso quizás antes de que hubiese comenzado. Y lo que se encuentra en esa caja dormitando piensa y respira por sí mismo; él, Jorge Javier Suárez, cree que no tiene ningún derecho a interferir en ello, solo a ser su notario y guardián custodio.

De repente, Jorge Javier sacude su cabeza con una cierta inquieta brusquedad, apartando la mirada del lugar donde esconde sus secretos y los secretos de otro. Deja reposar su espalda sobre la cama mirando al techo…

Sigue con su mirada la línea que forma un haz de luz que baja por la pared. En ese momento se da cuenta de que Paty no está a su lado, se ha olvidado de que se ha ido hace un rato.

—¿Tú crees que se habrá ido para siempre? —le pregunta al inquilino que tiene en el interior del vaso.

—No lo creo —se contesta a sí mismo—. Patricia no es más que una sombra más, de esas que se cuelan de vez en cuando en el espejo de mi baño, bajo las sábanas de mi cama.

Jorge Javier piensa que su vida entera está allí, en el silencio…, en el silencio oscuro. ¡Silencio!

Aunque su amigo de toda una vida, el confesor de sus secretos, así como él mismo, Jorge Javier Suárez, el guardián de los suyos, ese amigo que ahora mismo se encuentra a más de dos mil kilómetros de distancia, seguramente en París, lo más probable que desayunando en el Jess´Café a orillas del Sena, le diría:

«El silencio nunca es completo, ni aun estando bajo tierra, que siempre queda su eco en la corteza de tu psiquis, que es como un cosquilleo que, de pronto, estalla para convertirse en el griterío y algarabía de todos tus ruidos. Que, inesperadamente, surge así, sin más, cuando uno está solo. Cuando todo lo que te rodea y todos siguen ahí en pie, impertérritos, que nadie da un paso para irse, que nada ni nadie ha dejado de ser lo que es, lo que ha sido y lo que será. Todo ello te rodea y te envuelve bajo su Zendale de voces, tronando como si se tratase de una parranda de aficionados tocando en el templete o cenador del parque. Te parece que te estás volviendo loco, más bien te vuelves loco. Él siempre ha tenido una respuesta para todo, para cada momento. Para él todo tiene una justificación. No sé cómo lo aguanto todavía a mi lado. Quizás es porque, con él a mi lado, todo parece tener sentido, que todo está en el sitio exacto en que él quiere que esté. Solo con notar su presencia cerca de la mía, hace que reviva toda mi vida de un plumazo. Es como una sola voz compuesta de muchas voces, con una sola palabra saliendo de su boca, una palabra sostenida hasta la extenuación hace que mi vida tome sentido que… »

 

De repente se esfuma, solo queda su propia voz, retumbando en la penumbra oscura de su cabeza sin que pueda entender lo que dice… Jorge Javier recuerda que esta mañana tiene que hacer algo importante, pero no se acuerda de lo que es. Esos inesperados pensamientos que se han presentado en su memoria no le dejan recordar qué es lo que tiene que hacer.

Una leve sonrisa se dibuja en su boca al recordar lo que decía su padre cuando le ocurría algo semejante: «Si no logras recordar, es que a lo mejor no es tan importante».

Diez minutos más tarde de tratar de recordar entre la bruma de sus pensamientos, se levanta lentamente y, sin prisa, se dirige hacia el baño, abre el grifo de la ducha y lo deja correr mientras vacía su vejiga de pie ante el inodoro con los brazos en jarras. Se introduce en la amplia ducha dejando que el agua fría, como a él le gusta, resbale libremente por su cuerpo.

Tras cinco minutos bajo la fría agua, la corta, se enrolla una toalla alrededor de su cintura cubriéndose sus caderas angostas, y con otra comienza a secarse su rostro y su cabeza sin pelo, pues a principios de año decidió afeitarse la cabeza dejándola como el culito de un bebe. Como le decía su querida amiga Patricia.

Sale del baño con paredes de cristal Top Forcée arenado, con su toalla anudada alrededor de la cintura, medio húmedo, con la segunda toalla colgada de su cuello. Se detiene en el centro del salón-cocina durante un par de minutos mientras con su mirada inquieta va buscando algo, escudriñando con sus ojos el mobiliario; cuando lo ha localizado, comienza a caminar despacio, descalzo, al pasar cerca de la barra de la cocina coge el mando a distancia de las persianas eléctricas, pulsa su botón y comienzan a subirse. Mientras ascienden, se dirige hacia su equipo de música, coloca los dedos de su mano derecha sobre el clasificador de cedés recorriendo con la yema el lomo de las ordenadas cajitas, coge un CD de su música preferida, la ópera. Sin tener en ese momento una preferencia definida por alguna de ellas, decide poner A Noite do Castelo de Antonio Carlos Gomes. (Se trata de un relato que transcurre en la Edad Media en tiempo de las Cruzadas, basado en un poema homónimo de Antonio Feliciano de Castilho).

Cuando el eco de las primeras estrofas empieza a inundar el amplio y cálido espacio de su loft, Jorge Javier abre la puerta corredera que da a la terraza, saliendo al exterior, se queda parado en el centro dejando que los rayos del sol naciente de este día bañen su cuerpo desnudo. Después de cinco largos minutos bajo los efluvios cálidos de los tenues rayos de sol, se acerca a la baranda de cristal para mirar desde la altonanza de su terraza, apoyado sobre ella, divisa la plaza Chueca. Instintivamente su mirada se dirige a un balcón concreto del hostal Dolcevita, sin saber muy bien por qué ni lo que esperaba encontrar, solo es el acto instintivo del sexto sentido. Está vacío. Retira la mirada de ese punto deslizándola por cada uno de los balcones y cornisas de los edificios que se encuentran rodeando la plaza. Tratando de retener en su retina los máximos detalles de cada uno de ellos, ya que, seguramente, esta vez tardará más de un año en volver a tenerlos frente a sus ojos. Solo le quedan un par de semanas de estar aquí, en su Madrid natal, antes de regresar a la Gran Manzana, y ahí se quedarán esos balcones viendo pasar el tiempo, como lo han estado haciendo algunos desde hace cien años.

El seminario sobre patología forense que lo ha traído para impartir unas clases magistrales en la Facultad de Medicina Forense de la Complutense, y un par de conferencias en el Congreso Internacional de Medicina Forense, que se celebra esta semana en Madrid, tienen la culpa de que en estas fechas, antes de lo previsto, esté aquí mirando esos edificios, que tantos recuerdos le traen de vuelta. Lo del seminario, unido a lo relacionado con los asuntos personales acontecidos en el seno de su familia. Su madre había empeorado, ya no podía vivir sola en su amplia y vieja vivienda familiar de la Gran Vía, por lo que había tenido que trasladarse a vivir con su hermano mayor Alejandro y su familia hace un par de meses. Es lo que hace que tenga que quedarse más tiempo del que tenía previsto para tratar de dar una solución, que a todas luces está muy clara:

—Alejandro tendrá que ocuparse de mamá.

Mientras, Jorge Javier, desde la magnífica atalaya de su terraza, contemplaba el devenir de la gente por las calles que dan entrada a la plaza Chueca con la pesarosa mirada de sus ojos castaños. Mirada de nostalgia por el pasado, en el que miles de sucesos por aquellas mismas calles, de los que él no era ajeno, sino más bien coprotagonista de muchos de ellos, corren por su mente.

Él lo sabe, pero no está dispuesto revivirlos, simplemente los enumera esperando que vayan para no volver, mientras aspira el aire impuro de la mañana. La nostalgia del pasado da paso en su mente a los fotogramas de los últimos acontecimientos que en diez días pasarán a ser un pasado para recordar. La nostalgia de esos recuerdos lo hacen sentirse vivo, y no solo la nostalgia es la que logra que se sienta vivo, sino el bullicio sereno de la calle, el aire corrompido de una ciudad de rancio abolengo, y los rayos de sol que se cuelan entre los tejados, que con lujuria iluminan el grisáceo cielo madrileño mientras bañan su desnudo cuerpo. Al mismo tiempo, por su espalda, suavemente, entre la leve cortina de viento, se le acercan a sus oídos las notas musicales de la música cantada que salía del interior del loft, minimalista. Lo cual hace que instintivamente un leve escalofrío recorra su cuerpo, como si se tratase de un calambrazo, apartando con ello las imágenes que surgen en su mente.

Jorge Javier aparta la vista paulatinamente de la plaza, sintiendo tener que dejar la leve nostalgia por el pasado que está sintiendo en esos momentos. Una nostalgia llena de luces y sombras. Pues las obligaciones sociales están llamando insistentemente a su puerta. Se da la vuelta encaminándose lentamente al interior del loft.

Mientras decide qué ponerse, piensa por un instante que tendría que llamar a Paty…, Patricia, Paty para Jorge Javier, es una mujer extrovertida a la vez que inteligente, culta, moderna, preparada profesionalmente. Era catedrática de Medicina Forense en la Universidad Carlos III de Madrid. Ella es poseedora de un encanto que para nada parece convencional, no es fea, ni mucho menos de una belleza exuberante…, tipo Claudia Cardinale…, dueña de unos labios fruncidos, nada carnosos, pero apetitosos, el inferior algo más grueso que el superior, boca grande, de rostro romboidal, el cual encaja bastante con su personalidad voluble y sus cambios de ánimo, una nariz pequeña y algo puntiaguda, un cuerpo pequeño con ciertos atisbos de gordura que ella misma trata de disimular, controlándola con arduas sesiones de gimnasio, spa y masajes, con lo que ha conseguido unas caderas prietas, con aspecto de duras, que congenian con su pequeño culo, en forma de pera limonera, unas piernas proporcionadas al resto de su cuerpo, su rostro, del que sobresalen unos ojos preciosos bajo unas largas y finas cejas, que son redondeados y grandes, de un profundo color verde grisáceo, con los que consigue realzar su luminosidad, los cuales por sí solos hacen que el resto de las pequeñas imperfecciones que se reflejan tenuemente en su pequeño cuerpo queden eclipsadas por su cálido brillo.

El conjunto de todas esas medias perfecciones y medias imperfecciones conforma un todo que hace que se consiga una mujer con una misteriosa sensualidad de una manera natural. Con todo ese conjunto logra ser una mujer apetecida sexualmente, tanto por hombres como por mujeres; estas a ella le atraían más, algo de lo que Patricia es muy consciente, lo cual ella, muy astutamente, explota en su propio beneficio muy bien, por cierto…

Tras treinta minutos de entradas y salidas de su vestidor al baño, y viceversa, danzando en su mente los pesares de su amiga y compañera Paty, Jorge Javier cierra la puerta de su casa pasando la llave de la cerradura con lo que activa su sistema de alarma. Comienza a bajar por la escalera de madera del viejo edificio.

Mientras desciende, piensa que él, Patricia y su amigo, que se encuentra en la ciudad de la luz, forman un excelente trío, del que él, Jorge Javier, es su confesor, pues ellos se lo han contado por separado e incluso él ha compartido muchos de sus secretos, sin que el uno supiese de la existencia del otro.

Por fin, ahora puede compartir las mismas cosas con los dos en el mismo momento en que se produzcan. Sobre todo desde que ellos dos se conocieron personalmente, hace unos meses en su casa de Nueva York, iban a estar unidos ya para el resto de los tiempos. Pero especialmente él y Brando, su querido compañero, después de confesarle a Patricia lo que los unía, sin tener que renunciar a ella, sino más bien lo contrario, compartiéndola. Lo mismo que sucedió con ese otro trío que conoció en el pasado.

Él, Jorge Javier Suárez, tenía la percepción, e incluso la convicción, de que ellos, él y Brando, siempre habían permanecido unidos en la latitud desde que tenían uso de razón. Aunque había épocas en las que la distancia los había separado, pero aun así llevaban unidos toda la vida. Pero está seguro de que a partir de ahora lo estarían más, y para toda la vida. Pues a ellos les unían secretos inconfesables en esta vida, lo cual hace que su amistad sea una amistad más transcendental, de manera que esté por encima de todo lo demás. Ellos cuidarán de esa amistad, quizás por conveniencia o quizás por interés, es muy posible que quizás se consideren más que amigos de verdad. Pero, ahora, Jorge Javier tiene la plena seguridad y convicción de que van a permanecer unidos hasta los días de su vejez, incluso más allá. El día de su marcha definitiva, la muerte. Unidos por el fino e invisible cordón umbilical de la lealtad.

Lealtad. Esta palabra que encierra bajo su Zendale la desambiguación de los sentimientos, donde todo se perdona, todo se tolera, todo se disculpa.

El amigo es el guardián de todos tus secretos en el espacio-tiempo. Lealtad…

… Por una fecha…

… Por una época…

… Por un lugar…

… Por una historia…

… Por una tragedia…

… Por un secreto…

… Por una vida.

 

CONTINUARA

 

Pippo Bunorrotri.

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