La dehesa del tío Alonso

En aquel tiempo había un hombre llamado Alonso que habitaba un caserío situado en un valle, no lejos de Astorga una ciudad de mediana población que antiguamente había sido capital del reino, y antes incluso había sido campamento de las Legiones Romanas. ¿Quién había visto antes aquel recinto con sus tapiales bien revocados, su casona de cal blanca y cobertizos adyacentes, sus bancales cortados en surcos simétricos, sus árboles apuntalados a causa de las variadas frutas y el arroyo sobre todo bullicioso y distribuyéndose entre las mil mazorcas de cardo y escarola, y contemplaba ahora el sello del desaliento impreso en todo aquel campo comprimido por plantas parásitas que invadían desde el corpulento manzano hasta el tierno cogollo de apio, no acertaba a darse cuenta de tan repentino cambio.

Y sin embargo existía una causa de este abandono: como el Job de la leyenda hebrea, el tío Alonso había pasado por recientes y repetidas desgracias; había perdido la mujer y dos hijos; el tractor de labor se había inutilizado; una punta de ovejas había perecido en los rigores del invierno, las últimas cosechas no llegaron a grano y él era víctima, de un desasosiego de una desgana…

 El tío Alonso desfallecía visiblemente y miraba con fría indiferencia todo lo que antes le era más querido.

Juan Martín, su sobrino, Juancho para los amigos, intrépido aventurero del día y de la noche y licenciado en no sé qué carrera, volvía al cuidado de su madre viuda, ufano con su orla y su titulo enrolladlo y atado de una ancha cinta color de fuego, entraba a saludar al paso a su atribulado tío.

Desde que pisó las primeras sendas del cercado se apercibió de que el decaimiento y la indolencia le habitaban: la zarza y la grama se habían enseñoreado de las últimas plantaciones; el arroyo infecto y cenagoso desaguaba en un estercolero, que obstruía la entrada de la casa ahumada por el combustible siempre húmedo, despojos podridos de hortalizas, Pensó:

«¡Diablo, no sé si llego a tiempo, pero yo que he leído y visto en la TV la muerte del hombre y de la vegetación bajo mil horribles formas tal vez no pueda echarla el alto!» Y llegó hasta el tío Alonso que estaba tirado en un lindazo castañeteando los dientes con el frío de la terciana.

Se conocieron, se abrazaron, juró el licenciado, enumeró sus penas el viejo, y ambos se quedaron en la duda: si éstas habían sido causadas por el desaliento, o éste había provenido de aquéllas.

A Juancho, viendo así a su tío Alonso, se le vino a la cabeza lo que su viejo maestro Antón, le contaba cuando estaba triste; «vea Ud. que pecho y que espalda, como que formaba el primero en cazadores, vea Ud. también mil napoleones, legítimo botín de la campaña; con estas cosas se remueve el mundo, ¿y no lo haríamos con treinta aranzadas de tierra? Tenemos la palanca que buscaba Arquímedes; pues consiento en perder mi Cruz pensionada con 10 pts. Mensuales si no dejo atrás aquel mal estudiante. A Ud. no se le pide más que ánimo y olvido; ahora póngase Ud. este parche en la muñeca; este otro para el chico; entre nosotros, gentes de guerra, es probado contra las calenturas, y en cambio vea Ud. si hay una rebanada de queso duro y un vaso de vino frío; mañana desarrollaremos un gran sistema de cultivo, haré venir a mi madre y se encargará del gobierno interior. ¡Voto a Judas! Con que si me retraso una semana se muere Ud. como un tonto y esa hermosa huerta se convierte en un erial! Hasta mañana«.

Juancho, dotado de un gran instinto de observación en los ocios del campamento, había aprendido prácticamente los diferentes métodos de la labor de los caseríos de las tres provincias y había llegado el momento de ensayarles en la única finca de su familia; su vigor hercúleo auxiliaba ampliamente todos los proyectos que concebía y puso manos a la obra; la casa sufrió una radical transformación, se levantaron dos cuerpos laterales perfectamente ventilados y unidos por un muro en la parte posterior que les ponía en comunicación por una espaciosa y abrigada galería; la fachada se cerraba por una elegante empalizada, quedando un patio interior con los departamentos necesarios para los ganados de labor; fuera del recinto, y apoyado en la pared del medio día, un poblado colmenar, la conejera más allá, el gallinero, el palomar, el estanque en que las carpas vivían en perfecta inteligencia con los ánades y los patos. Aquí tenemos, tío Alonso, cinco explotaciones que no exigen más gastos que el néctar de algunas flores y los desperdicios de las hortalizas, ya verá Ud. la azada como en los buenos tiempos; el arroyo llevará otra dirección que domine más terreno para mejor aprovechar el riego, aquella colinita se plantará del sorgo, ese tubérculo benéfico que lleva en sí el pan, el alcohol, el azúcar; todos los árboles serán renovados con injertos; no olvidaremos la productiva remolacha, la esparceta ni el trébol, nada de barbecho, la tierra no descansa, mentira; rotación, agua, palomina, carbón, cultivo entendido, y la tierra responde a estos desvelos.

Llevase a cabo esta reforma que fue coronada con el éxito que Juancho había soñado. Llamemos a esto cuento, sucedido o parábola, como diría mi maestro que había leído el Pentateuco y el libro de los cantares, y como de todas las cosas hasta en la comida hacía deducciones , se le hubieran ocurrido, oída esta simple narración, las siguientes:

1ª Quien se echa en el surco no le levanta ni la caridad, salvas algunas afortunadas excepciones, como las del tío Alonso.

2ª Que la base de toda casa de labor es la cría y propagación de aves y animales domésticos, cuya alimentación no exige dispendio alguno.

3ª Que no es en la cantidad de terreno donde mayores productos se obtienen, sino en el cultivo constante, y aprovechando todos los accidentes favorables.

Añadiríamos 4º, 5ª y 6ª, pero queremos dejar a nuestros agricultores que hagan lo que con las aceitunas: extraer el jugo.

 

Pippo Bunorrotri.

 

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