LOS CORTEJOS EN LA CAPITAL DEL REINO DE LEÓN

      Voy a contar uno de tantos relatos, leyenda, o cuento que mi abuelo me contaba y a él se la contaba el suyo, y que el dejo escrito lo mismo que otros tantos, no sé cuánto hay de cierto en ello simplemente doy fe que es un relato, leyenda, o cuento que me contaba mi abuelo en las frías tardes de invierno sentados frente a la chimenea de la biblioteca de su casa palaciega al lado de la Basílica de San Isidoro, y que aun hoy sigue perteneciendo a la familia. La leyenda, relato o cuento comienza así:

 

En aquellos tiempos, que acontecían del mil ochocientos y tantos, en que las mujeres no elegían maridos, sino que las paternales voluntades unían corazones y afectos, habitaba en nuestra ciudad, León, una joven de linaje probado, de belleza no escasa y de talento no romo, como cualquiera de las de aquel tiempo de cierta clase y abolengo, era pues bien cierto que la joven en época estaba de que un no menos linajudo joven, ni menos apuesto, ni menos experto que ella viniese a su casa en la plaza mayor en demanda de su blanca mano, y con la misma su sensible y apasionado corazón.

Pero el tiempo pasaba, y ni en la Iglesia de San Miguel, ni en la Basílica de San Isidoro, ni en el convento de las Concepcionistas, ni en el de San Francisco, y eso que a funciones y novenas no dejaba de ir, encontraba uno de tantos como en los uniformes se distinguían (que en las letras pocos eran en verdad en aquellos tiempos) que cruzase una mirada con la suya ni con acelerado paso la siguiera a la caza de distracción de la acompañante, porque dueña había de tener tan ilustre dama,( pienso yo ).

Ya la paciencia se le acababa a tan noble dama; cuando he aquí que una noche, y bien tarde por cierto, pues que el cubre-fuego en todas las parroquias y conventos había sonado, oyó la desvelada dama que música -si no buena, para ella agradable-, paraba bajo sus ventanas, esperó la consabida trova que no se hizo esperar, en ella se pintaba pasión tímida, pero firme hacia ella y al terminarla una ráfaga de aquel viento norte de enero (calcula mi lector sería de iguales condiciones que el del día) que tan frecuentemente era, cortó la voz del mancebo haciendo producir la más sonora tos que hasta entonces hubiera sentido.

No volvió en las siguientes noches a escucharse nueva serenata, pero sí se supo en la ciudad que un bien apuesto joven, que hacía poco había llegado de la guerra , estaba en cama con grave enfermedad, que por las señas que el doctor daba iba camino del cementerio, si bien con el tratamiento nada molesto de compresas, sangrías, sanguijuelas, revulsivos y alguna que otra agua bendita de los frailes o las monjas, esperaba que recobraría la salud, si no del todo, por lo menos para continuar, no en sus nocturnas correrías amorosas, sino para trocarlas por las diurnas, que fueron con gran satisfacción de la ya dama de sus pensamientos, cuyo amor hacia él se desarrolló y creció tanto, como por su causa disminuyó la salud de su amante.

Comentó sé el hecho y aplaudiese la conducta de la familia y de la novia, habida cuenta que, como se ha dicho, ella, aunque indirecta, había sido la causa de la enfermedad de su futuro esposo. Pero (dice mi abuelo que esta fruta todo lo amarga) el padre y señor de la dama consintió en todo a condición de que pasase un año, término dentro del cual expiraba un plazo que había concedido a su primo para que adquiriese fortuna y nombre, en cuyo caso, y así lo había prometido al padre del niño, sólo él poseería al preciado don de su hija.

Esto que ignoraba la ilustre dama hasta el momento de la petición oficial hubiese quitado algunos quebraderos de cabeza, pues, de nada a algo, marcada diferencia existe, pero entonces venía a dárselos, pues pudiera un día trucar sus ilusiones, así como antes las hubiese sostenido.

Nadie se sabía del que por nombre y fortuna fue, y era de esperar que en las revueltas que por entonces acaecían no le habría faltado alguna bien dirigida lanza o bien templado alfanje que cortase el compromiso adquirido, a la vez que la vida del prometido esposo; pero no sucedió así.

Celebrase la fiesta de la Madre de Dios y en el plaza de la Catedral se lucían los más ricos trajes y se regalaba el paladar con sabrosas viandas, cuando por el camino de Burgos llegó un capitán de lanzas del Rey que admiración fue de la concurrencia. No muy cansado vendría cuando, sin entrar en la ciudad, apeó sé del corcel y fue a buscar entre aquella gente una cara que la suya conociera. No tardó en encontrarla. Con los brazos abiertos le recibió su tío, pero su sorpresa fue grande al ver que otro galán acompañaba a quien, según promesa, él sólo debía aspirar.

Pronto la dama se enteró de su situación y vio las consecuencias que indudablemente habían de sobrevenir, fingiese o realmente estaba indispuesta, y retirase a su casa hasta donde la acompañaron los dos caballeros. A la vez salieron los dos mancebos a la calle y pocas palabras cambiaron, las necesarias para concluir en que uno de los dos debía renunciar a la posesión de la dama, y como esto ni por una ni otra parte había de cederse quedó convenido el duelo.

Al siguiente día las tapias de San Francisco presentaban una escena de las que llaman de honor (por más que mi abuelo cree que son de lo contrario) de la que resultó vencido y desarmado el que camino de ético iba por dar serenata a una dama, y el vencedor, orgulloso de su triunfo, ponía a los pies de la causante de tal lance su espada y corazón, la que, obedeciendo los mandatos paternales, a los pocos meses le daba su mano y su alegre-afligido corazón.

Condición precisa fue impuesta al vencido, que abandonase la población y fiel a su palabra marchó y se instaló en una villa de Extremadura (cual no se cita en el cuento) pero sí que había de ser la de su nacimiento y de la que hacía tiempo faltaba; parece que allí se consoló pronto de su amorosa pasión, y trató y aun dicen que encontró dama en quien depositar su cariño, que siendo poseedora de dehesas y montes donde a pastar iban los ganados de una provincia del Reino de León, hubo una vez de preguntarle su consorte a quien es de creer, que no había contado sus pasadas aventuras, si conocía la capital, y dícese que hubo de exclamar:

–»De León ni aire ni novia».

Aquí acaba el cuento de mi abuelo, que cita nombres y fechas y describe personas, pero que yo suprimo porque los descendientes de la dama pudieran tomarlo a caso de honra, y ni a mi abuelo ni a mí nos gusta dilucidar estas cuestiones por el derecho del más fuerte, o como si dijéramos: a puñetazos.

Yo creo que el verdadero proverbio ha de ser otro que también corre de boca en boca casi con las mismas palabras, es decir: «A León por aire y novia», pero puede que aquel pobre autor de las famosas décimas, o algún malandrín encantador lo haya trocado. De todos modos, y aunque esté conforme con el último dicho, no lo garantizo. Yo sólo cuento el relato, leyenda o cuento que mi abuelo me conto una tarde de invierno y teniendo por testigo el trepidar de la leña consumiéndose en el fuego de la chimenea en la biblioteca del palacete de mi abuelo.

    PIPO  DE BUNORROTRI

 

 

 

 

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