MI TIEMPO III

La joven agente da unos leves golpes en la hoja de cristal serigrafiado con el anagrama gris plata de la Policía Nacional en la parte superior de la puerta, antes de introducir su recortada figura embutida en su traje azul, entra por su cuenta sin esperar a que se lo indiquen desde el interior, dejándome sin custodia. A mis oídos solo llegan los murmullos de lo que está sucediendo en el interior del despacho. Dirijo mi derrotado cuerpo, cabizbajo, hacia donde me ha indica la joven agente.
Espero durante diez interminables minutos, más o menos, sentado en una de las sillas tapizadas de color azulado, las veo algo descoloridas para el tiempo que llevan colocadas, se encuentran situadas a la derecha de la puerta de entrada al despacho. Mi mente se distrae analizando el estado de los materiales que conforman la estancia, que en un tiempo pasado yo mismo tracé. El tabique divisorio, que conforma los despachos, es de aluminio anodizado con doble cristal 6+6 con cámara de aire, en su interior discurren unas cortinillas de lamas grises que no dejan pasar la luz ni el ruido. Estoy distraído calificando lo que mis ojos ven cuando escucho una voz a mi izquierda que me dice, repetitivamente:
–Pase, por favor. Ya puede usted pasar –dice la agente desde el quicio de la puerta acristalada.
Cruzo el umbral con cierta intranquilidad en el rostro, no exento de temor, por las respuestas que pueda obtener por mi presencia, forzada, en este despacho con las paredes pintadas en un blanco roto. Con una rápida, pero precisa mirada, analizo lo que hay ante mi.
A mi derecha se encuentra una mesa de reuniones redonda con seis sillas, a la izquierda, un mueble archivador bajo con puertas correderas, en su parte superior está repleta de objetos personales, me imagino que de la persona que se encuentra sentada en el sillón al otro lado de la mesa, La cual está situada casi en el centro exacto de la habitación, yo nunca la situaría en esa posición. La verdad es que yo no pondría nada de lo que estoy viendo, no encaja nada, es un popurrí de muebles y cosas sacadas de acá y de allá. La mesa es de líneas modernas de color wengué, que no hace juego con el mueble archivador gris metálico, a un lado de la mesa se encuentran dos sillas negras que no corresponden para nada, con el resto del mobiliario, en frente de la mesa un sillón de respaldo alto marrón claro, una imitación a cuero, con una lámpara Ar Deco de los setenta. En él se encuentra sentado un hombre regordete con un largo flequillo que cubre su más que incipiente calvicie; está embutido en ese sillón que sobresale por encima de su coronilla libre de cualquier apéndice capilar, que brilla lustrosa al reflejo de la luz; es de mediana estatura, con bigote, “a lo Aznar”, y una barba de tres o cuatro días, en mangas de camisa; alrededor de su cuello pende una corbata de tonos azulados con rayas rojas, con un alfiler sujeta a su camisa blanca.
No se levanta mientras yo me adentro en su mundo iluminado por la ostentosa luz lánguida de la horrorosa lámpara de su mesa. Sin dirigirme la mirada, extiende su mano izquierda mientras me dice en un tono que me suena un tanto despectivo:
–Siéntese, por favor.
Supongo que será el comisario.
Me acomodo en una de las dos sillas disponibles que se encuentran frente a él.
–Buenas noches –digo.
–Buenas noches –contesta sin apartar la vista de los documentos que tiene delante.
–Aunque para ser sinceros, lo de buenas, está por determinar, y lo de noches, más bien, son madrugadas.
–Por lo visto, el señor, viene de buen humor.
–Como unas castañuelas maragatas.
El rostro regordete escondido tras el bigote, que más bien parece el pequeño cepillo del limpiabotas de la Plaza de las Palomas, levanta su vista por primera vez de los documentos, lanzándome una mirada alechugada, y me dice:
–Escúcheme bien. No está usted en el escenario del teatro Emperador. Así que sus gracietas déjeselas para cuando esté con sus amiguetes fuera de este edificio. ¿Queda claro?
–Clarísimo. A mal tiempo, buena cara.
–A caballo que se empaca, dale estaca.
–A quien debas contentar, no procures enfadar.
–Boca cerrada más fuerte que una muralla.
–Cada uno habla como lo que es.
–Sabio es quien poco habla y mucho calla.
–Más vale palabra a tiempo que cien a destiempo.
–Necio que sabe callar, camino de sabio va.
–Si pero…
–Ni peros ni peras. Déjese de refranes y conteste cuando se le pregunte.
–Los refranes son sabias respuestas.
–Y una pérdida de tiempo. Y no estamos aquí para eso.
–Estoy de acuerdo con usted. Señor comisario, yo estoy aquí buscando respuestas…, para mis preguntas.
–Respuestas no creo que las encuentre. Pero preguntas seguro que sí. Y unas cuantas.
–No hace falta que nos pongamos así.
–¿Así como?

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