09 Nov LA BAUTA DEL ZENDALE. Susurros del Pasado
CAPÍTULO IV
«El paso del tiempo nos aprisiona, no en una celda de hormigón armado, sino en una de esperanzas rotas y tragedias imprevisibles, cuán grandiosa sería entonces la oportunidad de volver, pero al hacerlo no nos estaríamos enfrentando al Tiempo, sino a nosotros mismos, porque aunque podamos escapar de la cárcel del tiempo, jamás podremos salir de la cárcel de nuestra propia naturaleza…
El tiempo pasa más o menos de prisa en función de la velocidad del observador respecto al objeto y de la fuerza de gravedad. El tiempo no es más que el compañero que todos afirmamos comprender… Aunque es probable que no sepamos cómo definirlo».
Las primeras e intermitentes luces del amanecer, de este martes diez de junio, comienzan a aparecer abriéndose paso entre las tenues sombras de la noche que se va con una lentitud pensada, medida diría, pero a su vez con la pausa milimétrica de un pentagrama en cuyos espacios se escriben los signos de la ciudad a través de los viejos y renovados edificios de las estrechas callejuelas que forman la orgánica cuadricula de las calles del barrio de los Austrias en la «Corte de Madrid».
Madrid, que nació siendo «Villa», pasando a ser «Capital», antes que ciudad. Madrid, esa ciudad fría y cálida a la vez, que lleva en sus genes, con altivo orgullo, el título de ciudad señorial, que el paso del tiempo, desde su nacimiento en el IX, le ha otorgado y que ella ha sabido cultivar. Sintiéndose el centro de un todo, sin alardear de serlo, no sintiéndose avergonzada en ningún momento de su historia, contada en un tono serio o jocoso, no escondiéndola tras rancios bastidores de terciopelo negro, sino más bien, todo lo contrario, ensalzándola a la vez que abre sus brazos de par en par, para acoger entre ellos las nuevas tendencias que han ido surgiendo en el peregrinar de su día a día. Manifestándose y ocultándose, a través del espacio-tiempo, al romanticismo, al modernismo, al vanguardismo, al posvanguardismo y, sobre todo al novedoso minimalismo de los nuevos tiempos que corren, conviviendo unos y otros con su antigua y abolenga historia, para convertirlos en su historia propia, como hacen los camaleones, cambiar de color con naturalidad para adaptarse al momento, en el preciso instante del momento.
El sonido desafinado, pero acompasado, en el segundero del reloj del tiempo de los coches que circulan por la Gran Vía, en las primeras horas del amanecer, del nuevo número del calendario que está naciendo, simples números, que no son más que la mera acotación visible del espacio y del tiempo, despiertan a la adormecida ciudad.
El eco de esos perdidos sonidos descafeinados llega hasta los oídos de la persona que está de pie, descalza, erguida, asomada al balcón de la ventana de una de las habitaciones del hostal Dolcevita. Con la mirada perdida pero expectante ante lo que sus ojos le están mostrando. Hace una década que sus pituitarias no saborean el áspero aroma de la ciudad que tantos recuerdos le ha dado, y de los que ahora solo le quedan fugaces flashes en los días en que su mente se convierte en la mente de otro. Esa sombra que le perseguía, y a la que por fin ha dado muerte. Desde la atalaya del balcón ve pasar los recuerdos de su sombra, que regresan a su conciencia, convertidos en una de las partituras de la sinfonía de su triste historia. Son los recuerdos de sus viajes, en parte secretos, en los que había perseguido infructuosamente el fantasma del deseo, de la alocada pasión, durante días recorriendo sin sosiego los rincones del barrio de Chueca y Malasaña, en aquellos grisáceos atardeceres con sus oscuras noches entre las estrechas callejuelas en aquel sórdido Madrid de los ochenta.
El hospedaje Dolcevita, se encuentra situado en el centro de Madrid, entre Gran Vía y la Plaza de Chueca, enfrente de la boca de entrada al aparcamiento de Vázquez de Mella, una de las puertas del barrio de Chueca. El barrio de Chueca situado en pleno centro de Madrid es el centro Gay de la capital, de España, y una referencia, para el resto de Europa y parte del mundo, de libertad —palabra plausible, esta, Libertad, llena de lo más digno y del sentimiento más grande—. Aunque algunos han pretendido convertir esa libertad en libertinaje.
Este barrio, desde mediados de los noventa se ha convertido, en un icono del mundo diferente, gay, y erigiéndose en todo un símbolo de la modernidad, de la vanguardia y por descontado de la tolerancia. Desde entonces se han abierto las puertas de sus armarios para que todos viesen lo que en ellos se encerraba —el miedo, la vergüenza— a la vez que el contaminado aire de la gran ciudad, se depuraba con lo que cohabitaba en su interior, y una vez realizada su descontaminación, saliese como aire fresco, inundando las estrechas callejuelas del barrio y del resto de la ciudad. Si uno tiene la paciencia de recorrer sus viejas y estrechas calles, puede uno encontrarse con el encanto de lo viejo entremezclándose con lo nuevo. En cualquiera de las numerosas esquinas de las estrechas callejuelas que conforman el barrio de Chueca, uno se puede encontrar diversión a raudales, bares de copas, cafés, restaurantes de diseño minimalista mezclados con casas de comida de tiempo de los Austrias, de los Borbones. Gente que transita por sus aceras estrechas con cierta clase y sin ella, dentro de un ambiente lúdico, plenamente desenfadado, convirtiéndose por derecho en el estandarte de la libre normalidad y en la apertura de una sociedad al desenfado de lo normal dentro de lo que algunos consideran anormal.
La inerte figura de una sombra recortada se dibuja en el balcón de la esquina del hostal Dolcevita, como si se tratase de un maniquí en su escaparate, se encuentra de pie, mirando el cielo de un azul grisáceo, medio recostada en una de las esquinas del balcón. Es un hombre de buen parecer, tendrá sobre unos cincuenta y tantos años, muy bien llevados, de 1,90 de estatura, ni delgado ni gordo, proporcionado, debe de hacer algún tipo de deporte, ya que bajo su camisa entreabierta de cuadros se dibujan unos músculos bien formados. La cabeza afeitada reluce bajo los primerizos rayos de luz de la mañana, sobre su rostro sobresale una cuidada perilla de color medio blanco, medio gris, unas gafas oscuras de pasta negra con una fina línea plateada esconden tras de sí una mirada perdida en el horizonte de las entrelazadas calles, quizá rastreando sus recuerdos.
Está descalzo sobre los baldosines terracota de la pequeña terraza, lleva puesto unos pantalones vaqueros azules, camisa de cuadros grandes marrones y rojos sobre su torso, sin abotonar. Parece que conoce muy bien la zona donde se encuentra, aunque hace ya una década que ha pasado desde la última vez que había recorrió sus calles. La tarde de su desembargo, hace dos días, cuando llegó a Madrid, se perdió solo entre sus calles, para recordar los buenos momentos de los tiempos pasados. Porque los malos ya se recuerdan ellos solos en las desérticas noches de su soledad.
Pero volvió decepcionado de su paseo, pues retenía en su memoria una fotografía distinta de aquellas calles, que no se parecían a las que acababa de ver. Habían cambiado. Mientras caminaba por ellas pensaba que aquel barrio ya no era lo que había sido: calles sucias, locales desiertos y los que quedaban aún conservan el estilo caduco de los ochenta, que se había vuelto rancio, oscuro y triste a la vez. Chueca, la Chueca que él había conocido, ya no existe, debajo de su alfombra están empezando a salir los males del Chueca de los setenta y ochenta, las miserias de la sociedad. Se dijo para sí mismo, a modo de excusa: «Quizás la culpa solo la tengan los «aprendices» de políticos anclados en los recuerdos retrógrados de los sesenta disfrazándolos con la túnica del libertinaje… Culpando de ello a la tan cacareada «crisis» tratando de darle, así, una justificación a lo que sus ojos estaban observando».
Pero la verdad es que le importa demasiado, más bien poco o nada, ya que no se va a quedar a comprobarlo, ni a criticarlo, pues se marchara de la ciudad que en algún momento de esa década alejado de ella pudo ser añorada. Pues tiene reservado vuelo para las nueve de la noche.
Lo que en principio iban a ser unas horas en esta ciudad de su pasado, habían pasado a ser dos días. Lo que lo había traído de nuevo a Madrid había sido un cambio repentino de planes de última hora, una inevitable e inexcusable reunión tenía la culpa. Ya que él tenía programado viajar a París, ciudad a la que tenía decidido llegar este mismo día, sobre las diez de la noche, para quedarse un par de semanas a lo sumo.
Como solía hacer cada dos años. En esta ocasión el inesperado cambio de planes le había hecho perder tres días de su estancia en París.
Estando en Madrid, recordó el anuncio que había leído hacía unos meses sobre su viejo amigo y compañero. Por estas fechas está dando un seminario sobre medicina forense en la Complutense. Ese viejo y querido amigo, dio una conferencia ayer por la tarde-noche, por lo que decidió en el último momento quedarse un día más. Así iba a tener la oportunidad de asistir por vez primera a una conferencia de su querido amigo, sin que este tuviese conocimiento de su asistencia, incluso de que se encontraba en Madrid, ya que él suponía que se encontraba a miles de kilómetros de allí.
Con su mirada, tras las oscuras gafas, recorre los edificios que se encuentran a su alrededor, su vista se queda mirando la gran terraza del último piso del edificio que hacia esquina en diagonal al hotel Dolcevita. Conoce muy bien el ático de aquel viejo edificio, convertido ahora en un moderno y minimalista loft. Minimalismo que tanto le gustaba a su dueño, a él no tanto, ya que su gusto es más afrancesado. Conoce a su propietario muy bien, desde hace mucho tiempo, son casi de la misma edad, un año menor. Con él había corrido alguna que otra juerga en varios de los locales que se encontraban a sus pies. Habían compartido y comparten secretos, confidencias y largas conversaciones, en las noches madrileñas donde el insomnio era su refugio. Algunas de esas charlas habían tenido lugar en ese mismo ático, al que está mirando desde el balcón.
Se queda contemplándolo fijamente durante unos minutos mientras que, en su cabeza, su conciencia le está enviando segundo a segundo preguntas con respuestas, como sin ella, incluso respuestas con preguntas, «No titles with the Word», que tiene grabadas en el disco duro de su memoria.
Un fuerte calambrazo en la base de su cráneo hace que se retuerza de dolor, el instintivo movimiento de sus manos hacia la cabeza no llega a su destino, pues antes de que esto ocurra cae desplomado en el suelo de la habitación, quedándose inmóvil, sin conocimiento.
Al cabo de cinco escasos minutos abre los ojos sin saber dónde está ni lo que ha sucedido. Los recuerdos han desaparecido, como si no existiesen. Vuelve a la realidad de su otra existencia.
Desconcertado. Se sienta y deja que su mirada se pierda entre las esquinas de la plaza, tratando de encontrar unos recuerdos que ya no sabe si han existido realmente, pues los recuerdos de ese momento no tienen nada que ver con esta ciudad ni con su persona.
El vacío de su mente no es más que un profundo y oscuro agujero negro.
Un repentino frió recorre su cuerpo, siente miedo de que alguien haya podido reconocerle. A duras penas consigue llegar a la cama, se tumba sobre ella tapándose con el edredón, y empieza a repasar en el desierto de su mente cada uno de los momentos de los dos últimos días.
Mientras esto acontece, en el amplio dormitorio del loft del ático de aquel viejo edificio, que el huésped del hotel Dolcevita miraba, desde la atonía de su cuerpo desplomado sobre la cama, sin saber el porqué, dos cuerpos desnudos yacen bajo una sábana negra arrebujada entre sus piernas, sobre la amplia cama de dos por dos. Uno de ellos es el cuerpo maduro de un hombre de cincuenta años, el otro es el cuerpo de una mujer algo más joven, de unos cuarenta y tantos años, ni delgada ni gorda, en el omóplato de su hombro derecho destaca un dibujo milimétricamente tatuado del capullo de una rosa de color azul. Seguramente, en recuerdo de un apasionado amor.
Él se despierta de improviso sobresaltado, aupando su cuerpo como si fuese impulsado por el resorte de un muelle, se sienta, en el minuto siguiente al impulso el cuerpo se va aflojando, a cámara lenta, pegando su espalda al cabecero de madera y cuero de la cama, tenso, tiritando, cubierto de sudor, sin saber muy bien dónde se encuentra. Se acaba de despertar en medio de una pesadilla. Su pesadilla.
Él, Jorge Javier, sacude su cabeza con una brusquedad comedida, al tiempo que hace unos movimientos giratorios con el cuello. «Este maldito dolor», piensa.
Una vez más, como cada noche desde que llegó a Madrid hace diez días, la misma pesadilla, acosándolo, persiguiéndolo como una maldición cuando sobreexcitado se despierta.
«Este dolor», susurra en voz baja, sin que llegue a reducirse con sus ligeros movimientos de cuello.
Es un dolor que nace en su hueso sacro y recorre todas sus vértebras hasta llegar a la base de su nuca como si se tratase de un chorro de agua helada que corre por ella hasta llegar a convertirse en un carámbano de hielo a lo largo de su médula espinal.
Instintivamente, con los ojos semipesados, sin terminar de abrirlos del todo, extiende su brazo hasta la mesa baja que se encuentra a su lado, cogiendo con su mano, como si se tratara de una pinza, la cajetilla de Marlboro de la que saca instintivamente un cigarrillo. Sentado en la cama, sin estarlo, recostado sobre el cabezal, enciende el cigarro con cierta desgana, pero con la ansiedad que le demanda su cuerpo. Le da tres, cuatro, hasta cinco caladas desesperadas, una tras otra, soltando el humo, que empieza a inundar sus pulmones, por los orificios de su nariz, sin despegarlo de la comisura de sus labios.
«Este dolor parece no remitir», piensa.
Jorge Javier permanece en esa postura varios minutos que le parecen eternos, con los ojos semicerrados, meditando, pensando, reflexionando sobre la pesadilla que le ha atormentado. Intentando relajarse, repasando en el libro de su memoria lo que había hecho por la noche.
De repente, Jorge Javier se sobresalta ante los fotogramas que en la pantalla de plasma de su mente se están reproduciendo, abre sus ojos adormecidos, los abre incluso más de lo normal. No puede ser verdad, su conciencia se lo decía, hasta se lo aseguraba, pero su sexto sentido le decía lo contrario…
La sombra de su secreto, su misterioso amigo, estaba allí en Madrid. ¿Por qué había vuelto a Madrid? ¿Y si alguien lo reconocía? Todo se descubriría. Lo que traería un maremágnum de preguntas, para las que no tenía respuestas, solo justificaciones…
—No puede ser verdad —se dice a sí mismo.
En la oscura penumbra del loft, quiere asegurarse de que él no está ahí a los pies de la cama, a su lado, en silencio, observándolo como acostumbra a hacer. Pero esta vez no está ahí, no hay nadie, solo la penumbra oscura de la habitación…, «él solo está en ese rincón de su mente misterioso y sinuoso a la vez».
Entonces comprende que todo ha sido obra de su mente agobiada por los recuerdos, «no ha sido nada más que una pesadilla». Suspira profundamente, mientras una leve sonrisa triste se dibuja en sus labios.
«Ahora estoy ya a salvo», piensa el propietario del loft, el dueño de la pesadilla.
Aunque Jorge Javier, desde hace algún tiempo a esta parte, se encuentra más intranquilo de lo habitual, concretamente desde que ha empezado a ser consciente de sus fantasías y las de sus cómplices amigos, con los que comparte una vida de confidencias, juegos y aventuras…, o, quizás sin saberlo…, incluso antes, cuando solo eran las fantasías descritas en las tertulias cotidianas de dos amigos, en la cama o ante una botella de whisky. Nunca le habían preocupado en exceso las zozobras de sus amigos, ni su conciencia se lo había reprochado, ni incluso cuando había aceptado participar en una gran mentira de su pasado se lo había planteado. Pero, por primera vez, ahora, aquí, estando de regreso en su ciudad por unas horas, tiene la extraña sensación de que le siguen, alguien le observa, no se siente a salvo ni despierto. Se siente aterrado solo con la simple idea de que algo terrible está a punto de suceder o que ya ha sucedido. No puede dejar de pensar en ello, solo imaginar lo que será…
Cuantas más vueltas le da a ello en su mente, más atroz es el recuerdo de los crímenes que han desfilado ante él cada día en su trabajo. Crímenes que caminan por su conciencia, como si se tratase de un desfile de hormigas.
—¿Qué haces, Jordi? Acuéstate de una vez —murmulla Paty medio adormecida.
La voz, inesperada, de su compañera de cama que acaba de escuchar lo lleva de vuelta a la realidad, como si de un salvavidas lanzado al mar se tratase. Dios…
«Si parece un anélido Paragordius triscuspidatus —un nematomorfo marino—, alargado, raquítico, legañoso, intentando estirarse entre la arena cálida de una playa», piensa Jorge Javier volviendo su rostro hacia el cuerpo que está a su lado. Ella se agita bajo la sábana, con torpes movimientos intenta atraer el cuerpo de él hacia ella para acurrucarse a su lado, abre y cierra los ojos, murmurando sonidos ilegibles…, él permanece indiferente ante el acoso insistente de los movimientos de su compañera de catre, observa como los primeros rayos de luz de la mañana penetran a través de las ranuras de la persiana a medio cerrar en la oscura penumbra, abriéndose camino entre su oscuridad, consiguiendo que esta comience a marchitarse.
Lentamente, a sus oídos comienza a llegar el difuso carraspeo de la radio de su nuevo vecino de al lado, como todas las mañanas de estos diez días que lleva en su ciudad. Por un instante, le invade la tenue sensación de que no hubiera habido un ayer.
Pippo Bunorrotri
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https://youtu.be/dA29iojIS0c
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