LA BAUTA DEL ZENDALE – Susurro del pasado

                                                                                                   CAPÍTULO VIII

 

«A veces nos pasamos la vida sin dar importancia a los hechos que nos acontecen en un instante. Y, de pronto, en uno de esos sucesos que acontecen, toda nuestra vida se cierne en un instante. En ese momento en que tu vida se vuelve del revés, para transformar el presente, el pasado y el futuro en un simple instante en el que no sabes qué hacer».

 

 

Mi mente no deja de dar vueltas y vueltas, como si se tratase de la noria de una feria, sin dejar de pensar en lo que le ha podido ocurrir a mi esposa Letizia. Estoy a punto de caer abatido ante mi enemigo interior, mi mente.

«No puede ser cierto. Realmente, qué es lo que sé».

«Que está muerta».

Siento como si el peso de una persona de doscientos kilos me estuviese oprimiendo el tórax, intentando comprimir el oxígeno de mis pulmones, me cuesta respirar, cada inspiración de aire es como un puñetazo. Mientras, aturdido, me digo a mí mismo:

«¡Que está muerta!».

«Y esto lo sé porque alguien, a quien no conozco, me lo ha dicho…, puede que ese alguien esté equivocado, o puede que no… No sé de qué ha muerto, ni cómo ha podido ocurrir… Ayer no me comentó que estuviese enferma ni nada por el estilo… Habrá tenido un accidente… Los niños ahora tendrían que venirse conmigo. ¡Oh, Dios! ¿Qué voy a hacer con ellos?, ¿con dos niños, uno de doce años y otro de cinco?, yo, un tipo de cincuenta y cinco, con dos criaturas tan pequeñas… ¡Joder, Lety!, cómo te has ido así…, sin más, en silencio. Tú eras la que te encargabas de ellos, de cuidarlos, educarlos, mimarlos, dirigirlos, tú eras su guía, yo solo he estado ahí, de segundo…, solo estaba para hacer cumplir sus caprichos, sacarlos de paseo…; si hasta cuando se volvían molestos yo me encerraba en el ático con mis cosas. Tú eras la que los reñías, te enfadabas con ellos, los castigabas, los perdonabas…».

 

Si lo que una parte de la conciencia me indica, y la otra  niega, es cierto, entonces se van abrir las puertas del infierno, y mi mundo no está a salvo, se vendrá abajo como un castillo de naipes. Hay ciertos sensores de la percepción que me muestran lo que va a ocurrir, trazos de una realidad inesperada.

Con un brusco movimiento de cabeza logro arrancarme los pensamientos de la sinrazón, sacándome de encima la pesada losa de la incertidumbre, recuperando la respiración.

Recuerdo, observando cómo en el horizonte las primeras luces de este día empiezan a irrumpir en los viejos campos castellanos, cuando apareciste en mi vida por primera vez, casi de la nada. Apareciste en el instante preciso en que mi corazón ya estaba listo para volver a sentir, aunque el tuyo aún seguía sangrando, me permitiste ser tu médico cirujano para parar la hemorragia de tus heridas, sanarlo, mostrarte que siempre hay algo más, que no podíamos dejar de vivir por algo que había sucedido y que no volvería a ser. Te ofrecí entonces, pero no he llegado a cumplirlo, un mundo nuevo y distinto, lleno de posibilidades que aún no conocías, que a mí me apetecía y deseaba descubrir contigo a mi lado, caminando lentamente y aprendiendo los dos juntos lo que a lo largo de la senda de ese camino nos iba mostrando, para llegar a donde tuviésemos que llegar. Pero, al parecer, ahora tú has decidido en un instante desaparecer para siempre, como cuando nos conocimos, quiero suponer que ha sucedido por una de esas desafortunadas casualidades de la vida.

Sentado en la parte posterior del coche con la cabeza languideciendo sobre el reposacabezas, mi mente va y viene, viene y va, en el vaivén del tobogán en que se encuentran mis recuerdos desordenados, no queriéndome recrear en alguno en concreto. Sin prestar en demasía atención al paisaje que está pasando ante mis ojos, lo veo, pero no lo miro. Pues en la retina de mis ojos solo está la última instantánea captada de mi mujer el lunes en Madrid.

En un instante de esos en que miro con desgana a través de la ventanilla, me percato de que estamos entrando en Madrid.

—God damn it. Shit… Qué corto se me ha hecho este viaje —murmuro en voz baja.

—¿Decía algo? —pregunta el inspector Reyes.

—No, no, nada. Cosas mías.

Estamos circulando a la altura de El Escorial. Saco el móvil de la solapa del bolso, coloco mi huella índice sobre la minúscula ventana de «mensajes» y comienzo a teclear:

«Entrando en Madrid. Treinta minutos».

Marco el número de Luis, y le envió el mensaje, colocando el móvil en el interior del bolso de cualquier manera.

El subinspector Fernández, que es el que va al volante, se introduce en el aparcamiento subterráneo de la Dirección General aparcándolo en el primer sitio que ve libre.

Salgo del coche, me visto el abrigo mecánicamente, dejo caer mi sombrero sobre mi cabeza de manera instintiva sin preocuparme de cómo ha quedado. Me cuelgo el bolso del hombro izquierdo, mientras hecho una mirada rápida hacia el interior del coche por si se me olvida algo en el asiento. Nos dirigimos hacia donde se encuentran los ascensores, el inspector Reyes dos pasos por delante y el subinspector dos pasos por detrás, entramos en el ascensor, que nos lleva al amplio vestíbulo de la entrada del edificio, deposito las cosas que llevo en los bolsillos en una bandeja, y el bolso en la cinta, al pasar por el escáner. Veo a Luis, mi abogado, en el centro del vestíbulo charlando con otras dos personas, él también se ha percatado de mi presencia y se dirige a mi encuentro mientras se despide de sus acompañantes. Nos fundimos en un abrazo sentido no exento de emoción por mi parte. Lo necesito.

—Lo siento, lo siento…, Nicolás. Lo siento de verdad. De corazón —dice Luis mientras nos abrazamos.

—Lo sé.

Lo miro mientras nos separamos, dándole las gracias con un gesto en mi rostro, afirmándole que lo sé y que le creo, a la vez que un estremecimiento nervioso recorre mi cuerpo al separarme, este vahído hace que me sujete de su brazo derecho instintivamente, mientras se presenta a los inspectores que me acompañan, que habían permanecido impertérritos a nuestro lado.

—Si nos disculpan un instante, vamos a comunicar que ya hemos llegado y preguntar a dónde tienen que dirigirse. Esperen por aquí si son tan amables —dice Reyes.

—No se preocupe, que aquí estaremos —contesta Luis.

El inspector comienza a caminar perdiéndose en uno de los pasillos que desembocan en el vestíbulo, el subinspector Fernández da unos pasos hacia atrás, permaneciendo cerca de nosotros sin dejar de observarnos de reojo. Giro la cabeza hacia Luis y le lanzo una cascada de preguntas sin darle tiempo a que me responda.

—¿Has podido informarte?, ¿está muerta?, ¿cómo ha sucedido?, ¿ha sido un accidenté?, ¿fue un paro cardiaco?, ¿un desmayo? Que sepa, no estaba enferma, si no, me lo hubiese dicho. ¿Qué es lo que le ha pasado?, ¿te has podido enterar de algo?…

Le lanzo toda la batería de preguntas, de sopetón, que me vienen a la cabeza sin pensar ni un segundo las preguntas, con ansiedad, nervioso porque me confirme que todo es una simple equivocación.

—¿No te han dicho nada?…

—No, nadie me ha dicho nada en concreto…

—¡¿Cómo que no sabes nada?!

—Tampoco se puede decir que nada, nada.

—Entonces…, ¿qué?

—La verdad es que la persona con la que he hablado… tampoco es que supiese mucho de lo ocurrido. Solo sabía que una mujer había aparecido muerta en la habitación del hotel Miguel Ángel, y que, por desgracia, se trataba de Letizia.

—Sí…, ¿pero cómo?

—El comisario de León, al parecer, no sabía mucho acerca de lo ocurrido, o no me lo quiso contar. ¿Tú sabes algo?

—Por lo visto, el juzgado ha decretado secreto de sumario

—¡Secreto!… dices. Entonces eso quiere decir que no ha sido una muerte natural, ¿no?

Luis no contesta, desvía la mirada hacia la zona del vestíbulo donde hay unos bancos corridos metálicos, con asiento de plástico azulón.

—Se trata de un asesinato.

—Sentémonos, ¿te parece? —dice Luis.

—Lo único que sé realmente de toda esta pesadilla… es que unos policías se han presentado en la puerta de mi casa a las cinco de la madrugada para que los acompañase a la comisaría, donde me han dado la noticia del fallecimiento de Letizia, llegando a insinuar que yo tengo algo que ver, o eso al menos es lo que me ha parecido. Así, sin más, sin ninguna explicación. ¿Esto te parece normal?

—En estos casos nada nos parece normal.

—Al menos podrían decirme lo que ha pasado, ¿no?

—¿Te han interrogado en la comisaría?

—Sí…, bueno, más bien no.

—¿Cuéntame qué ha sucedido?

—Todo ha sido un poco extraño, me parece…

—¿Por qué te ha parecido extraño?

—Como he acabado de decirte, a las cinco de esta madrugada se presentaron en casa dos inspectores para que los acompañase a la comisaría, pues el comisario tenía que hablar conmigo. Una vez ante él…, lo que me dice es que mi esposa está muerta…, sin ninguna explicación…, solo que tenía que presentarme en esta dirección… No entiendo nada…

—Algo más te dirían.

—Aparte de ponerse borde, en un primer momento.

—¿A qué te refieres?, ¿se han pasado de la raya?…

—La verdad es que yo no me callé…

—Me lo imagino, conociéndote…

—No hemos cruzado esa raya que tú te imaginas. Ni ellos ni yo. Nada más que palabras, fruto de los nervios y de la ignorancia de lo que me estaba sucediendo.

—¿Qué te preguntaron?

—Pues…, prácticamente, solo se han limitado a pedirme los datos personales: nombre, edad, lugar de residencia, profesión, dónde había estado estos tres últimos días, y por Letizia, me imagino que es lo normal.

—¿Qué les has dicho?

—Les he dicho la verdad, que Letizia era mi esposa, lo que le sorprendió, y que nos habíamos visto aquí, en Madrid, el lunes. Entonces fue cuando el comisario me ha comunicado que había aparecido ayer muerta en la habitación del hotel, nada más. Luego me ha comunicado que tenían órdenes de traerme a la Dirección General… Bueno, pero eso ya lo sabes, tú hablaste con el comisario Vega…

—Sí, hable con él, pero tampoco fue muy explícito. Me dio la impresión de que no sabía mucho más de lo que te dijo. Aunque me dejó una sensación rara, la misma que me han dado con los que he hablado esta mañana.

—Luis…, ¿qué es lo que pasa?

—Tranquilo, Nicolás, tranquilo…

Luis sujeta mi brazo a la vez que me mira fijamente.

En su mirada noto cierto miedo, el revoloteo del misterio. Mi corazón aletea entrecortado cada segundo que paso oteándome en el horizonte de la mirada de mi amigo. Su mirada no es la de costumbre. Presiento una fatalidad.

—Lo que sucede, Nicolás, por desgracia…

—¿Qué sucede? Dímelo de una puñetera vez.

—Está confirmado que Letizia está muerta… Pero…

—¿Pero qué?…

—Pues que al parecer no se ha tratado de muerte natural, ni de accidente… Siento tener que ser yo quien te dé esta noticia. Letizia… ha aparecido sin vida en la habitación del hotel Miguel Ángel, según lo que me han comentado. Tiene toda la pinta de un asesinato.

—¡Quééé! ¿Asesinada? —un alarido desgarrado sale de mi garganta poniéndome en pie—. ¡Asesinada…!

—Chiiiiis, baja el tino de voz, siéntate, calma, no te alteres.

Noto como el tiempo se detiene ante mí mientras la voz de Luis resuena en mis oídos, mientras una cortina de espesa niebla me imposibilita ver dónde me encuentro. La conciencia se niega a penetrar en la oscura senda de la realidad.

Una realidad que me niego a aceptar.

—¡Asesinada! No puede ser, no me lo creo. Quiero verla. ¡Asesinada!, dices…, cómo, cómo puede ser eso… ¿estás… totalmente seguro?… ¡Asesinada!, Dios mío… ¿Por qué?

—Eso es lo que parece ser que ha sucedido. Le están practicando la autopsia en estos momentos. En cuanto hayan terminado, nos dirán algo más.

—¡Asesinada…! Pero… ¿quién ha podido hacer una cosa así? Y ¿por qué?

Miro a Luis, confuso, indeciso, buscando en su mirada y en las líneas de su rostro la respuesta a mi estupor, pero no hallo respuesta, ni en la mirada, ni el rostro de mi abogado y amigo, que me aclare este súbito desasosiego. En Luis solo encuentro desconcierto, el reflejo de mi mismo desconcierto y perplejidad.

Luis no deja de darme palmadas en la espalda de ánimo, intentando procurarme un tiempo para que asimile lo duro de la noticia.

Las cuencas de mis ojos están llenas de lágrimas contenidas. Como si fuesen dos lagunas en la falda de los Picos de Europa, repletas de agua cuando la nieve del invierno se derrite. No siento los latidos del corazón, siento un enorme y oscuro vacío en mi interior, al que me estoy precipitando.

Tras diez largos minutos de aturdimiento y desasosiego, en un apartado rincón de la oscura soledad de mi conciencia, está tomando cuerpo, lentamente, lo acontecido y las consecuencias que acarrean semejante hecho.

—El doctor Caniellas es el que está realizando la autopsia. Tú lo conoces, te lo presenté hace dos años más o menos, ¿te acuerdas? —comenta en voz baja Luis.

—En este momento no lo sitúo.

—Sí, hombre. Fue después de la conferencia que diste sobre tu amigo, el escritor Pascual Fonseca. Has coincidido alguna vez con él en alguna de nuestras cenas. Hasta donde yo sé, os caíais bien los dos…

—Ah, Fermín Caniellas. Ya lo recuerdo.

—Es un buen tipo, muy profesional y serio a la vez. He hablado unos minutos con él antes de que comenzase…

—¿Qué te ha dicho?

—En cuanto termine, vendrá para informarnos…

—¿Te ha dicho cómo ha sucedido?

—Hemos quedado en que, en cuanto pueda, si se lo permiten, nos informará personalmente. Si tú quieres y estás preparado para oír lo que tenga que decir, por descontado.

—Sí, por supuesto que quiero saber qué es lo que ha pasado, a ser posible, con todo lujo de detalles.

—Todo a su debido tiempo. Tiempo al tiempo.

—El tiempo, ese frío amigo de la desesperación…

—Ya. Pero, para verdades, el tiempo, y, para justicia…, con el tiempo.

—Quiero saberlo todo…, saber quién es el cabrón, hijo de la gran puta, que le ha hecho esto a Letizia, y por qué lo ha hecho —digo en un arrebato, cerrando los puños con rabia.

—Paciencia, que todo se andará. Ahora lo que tienes que hacer es serenarte. No te queda otra.

—Pero… la policía ya tiene a ese hijo de puta cogido por los huevos, ¿no?…

—No lo sé…, creo que no.

—Por lo menos sabrán quién ha sido. ¿Verdad?

—Bueno, tanto como eso…, no sabría decirte.

—¿Tendrán alguna pista, al menos?

—Créeme, sería lo deseable para todos. Pero es muy pronto, no han pasado ni veinticuatro horas. No te preocupes, seguramente, que pronto darán con él. Es cuestión de días.

—¿Es que nadie ha visto nada, ni a nadie? Cómo es…

—Calma. Tienes que estar tranquilo, para hacer frente a todo lo que va a venir a continuación. Si no…

—Sí…

—Cálmate…

—¡¿Que me calme?!…

—Serénate, poniéndote nervioso no solucionarás nada.

—Eso es todo lo que sabes decirme, que esté tranquilo y calmado… Después de esta noticia, cómo puede uno estar tranquilo y calmado. ¡Joder!, ¡joder!, que la han asesinado a sangre fría.

El desasosiego se pega a mi piel invadiendo la mente.

—Sí, ya lo sé, pero tienes que armarte de valor para hacer frente a los acontecimientos tan duros que se avecinan.

—No me digas… Y tú estarás ahí…

—Yo estaré ahí, a tu lado en todo momento, para eso soy tu amigo y, además, tu abogado de tantos años.

—Te lo agradezco…

—Porque quieres que esté aquí, que sea tu abogado, ¿verdad?

—Qué tontería estás diciendo…

—No es ninguna tontería. Es la realidad.

—¡Por supuesto!… Claro que quiero que estés aquí… Y qué menos que seas mi abogado, si no, no te habría llamado. ¿No crees?

—Ya sé que soy tu abogado en otros asuntos, pero, en este, si prefieres podemos llamar a otro que sepa más del tema que yo…, sé lo justo.

—¿Acaso lo necesito?

—Eee… no. Por lo que yo sé, en estos momentos, no    —contesta Luis sin estar del todo convencido.

—No lo dices muy convencido.

—No es eso. Es que de momento no sé nada               —responde bajando la cabeza.

—Además, eres el único en quien puedo confiar, si no, no podríamos llevar tantos años juntos. Has llevado mis asuntos y has sido en cierta manera mi asesor en todos ellos.

Nuestra amistad se remonta a los tiempos de la universidad, donde nos conocimos, éramos tunos en la Complutense, desde aquellos tiempos hemos corrido unas cuantas juergas por las calles del viejo Madrid de los Austrias. A lo largo de los años hemos compartido confidencias. Cuando Luis terminó la carrera de Derecho, se incorporó al bufete de su padre, y yo pasé a convertirme en uno de sus primeros clientes, llevando todos mis asuntos legales. Al principio no eran más que simples consultas, que no me cobraba, así que cuando he tenido algún asunto legal que resolver lo ha llevado él. Aunque la verdad es que tampoco hasta el momento han sido significativos, más bien de nula relevancia, algún impago, mis asuntos con el fisco. Y, en los últimos años, mis contratos relacionados con las editoriales, todo lo relacionado con los manuscritos de Pafo. Es un amigo más que un simple abogado

Conozco muy bien a Luis y su rostro denota preocupación, a la vez que muestra una incierta tranquilidad. Demasiados rodeos y evasivas desde que nos hemos visto. Es posible que tenga más conocimiento de lo que dice de lo acontecido y que solo esté tratando de evitarme más preocupación. Pero él tiene la suficiente confianza para decírmelo abiertamente, o acaso es otra la preocupación… Más bien, creo que en estos momentos tenemos el mismo motivo para estarlo, las preocupaciones deben de ser de distinto matiz, pero un mismo origen: Letizia, los niños y yo.

El tiempo camina a su ritmo, y la espera se eterniza en la esfera de ese reloj que marca el tiempo, con lo que la mente se imagina situaciones que la razón no atiende. Mi vida acaba de dar una voltereta mortal en el vacío y yo me resisto a aceptarlo, para comenzar a asumir lo ocurrido.

—Nicolás —dice Luis con gesto serio—, tengo que hacerte unas preguntas, no quiero que te enojes ni que te mosquees por ello…

—Por qué me iba a mosquear si…

—Déjame terminar de hablar, por favor.

—Perdona, dime.

—No quiero que te enojes. Ni mucho menos que pienses nada raro o extraño de antemano al respecto por lo que te voy a preguntar, vaya por delante que yo estoy muy seguro de ti. Pero comprende que tengo que hacerlo, ya no solo como amigo, sino como tu abogado que soy.

Miro a Luis, mi rostro se contrae en una enrevesada mueca, la cual refleja sorpresa, por lo que acabo de escuchar de mi amigo y abogado. No vislumbro lo que quiere decir.

—No entiendo, o no quiero entender, más bien, lo que quieres decirme con esto, ni a dónde quieres llegar.

Me mira fijamente durante unos interminables segundos antes de pronunciar palabra, y su adustez me asusta.

—Nicolás, ¿tienes algo que ver con lo ocurrido?

En un acto reflejo mi mano derecha se pone en movimiento y con brusquedad agarra la solapa de la chaqueta de Luis. Mirándolo fijamente a los ojos, le digo:

—Tú estás loco o has bebido esta mañana, ¿qué clase de pregunta es esa?, me conoces desde hace muchos años como para hacerme esa pregunta…, y tú dices ser mi amigo…

—Nicolás, Nico, relájate, cálmate, ¿quieres? —dice Luis agarrando con su mano la mía, que se encuentra sujetando las solapas de su chaqueta sobre el pecho.

—Que me relaje, cómo quieres que me relaje después de escuchar tu pregunta y lo que en ella se insinúa.

—Nico, yo estoy total y plenamente convencido de que no tienes nada que ver, que tú eres incapaz de realizar semejante locura… Nicolás, entiéndeme, tengo que hacerte esa y otras preguntas que sé de sobra que no te van a agradar escuchar.

—Pues no las hagas.

—Pero, dada la gravedad de lo ocurrido, no me queda más remedio que hacerlas. Ya que estas y otras preguntas son las que te van a hacer dentro de un momento los investigadores y el fiscal.

—Y eso se debe a…

—Porque, para ellos, en estos momentos tú eres el principal sospechoso…

—¡Sospechoso! ¿Por qué?

—¿Por qué te crees que estás aquí si no?

—No sé…, porque soy su marido.

—Eso lo sabemos todos, pero ¿no te has parado a pensar, por unos segundos, por qué fueron a buscarte a tu casa de madrugada, por qué la policía te ha traído apresuradamente hasta aquí.

—No…

—No me lo creo, te conozco bien… Cuando me has llamado es que tú ya barruntabas algo…

Cuando aún no he terminado de escuchar las palabras que está diciendo Luis, suelto mi mano de la solapa de su chaqueta, poniéndome en un acto reflejo en pie, retrocedo unos cuantos pasos hacia atrás estupefacto, medio aturdido.

Desde la altura de la corta distancia en que me encuentro, lo miro fijamente con dureza, en las pupilas de mis ojos se muestran los reproches, que son incapaces de salir de mi boca, hacia mi abogado, o quizás también a mí mismo.

—Es posible que algún segundo de esta extraña madrugada se me haya pasado por la cabeza, pero no llegué a planteármelo más allá de una milésima de ese segundo. No tengo razones…, ni me las imagino.

—Nicolás, necesito…, necesitas, mejor dicho, que aparques a un lado el dolor y la rabia que sientes, deja que el tiempo calme el viento de esa rabia y de ese dolor. Ya habrá un tiempo para ello, ahora es el tiempo de estar sereno, sosegado, y de ser frío. Como tú mismo me has dicho en más de una ocasión: «El tiempo es como el viento, que cuando pasa, arrasa con lo liviano y deja lo que pesa, para que, cuando se haya calmado, se pueda recoger lo que ha dejado».

—No sé si esta vez va a poder ser.

—Tienes que poder. Yo sé que puedes. Ya lo has hecho en otras ocasiones. Aunque esta sea distinta.

—Ya, el tiempo. El tiempo, mi querido amigo, siempre está ahí, maduro para cogerlo, pero me pregunto: ¿para qué?

—Nicolás, quiero que comprendas perfectamente la situación en la que nos encontramos. Cuanto antes lo asimiles y tomes conciencia de la situación, mejor nos irá, sobre todo a ti, Nicolás…

»Tú eres…, eras, mejor dicho…, el esposo de Letizia. Los dos sois personajes conocidos y reconocidos, tú sobre todo, más que Letizia, en esta sociedad de la imagen y de la comunicación. Lo cual tiene un precio. Y por todos es de sobra conocido que no estabais atravesando un buen momento, por los mentideros de la villa han corrido los dimes y diretes de vuestra relación, que os habíais peleado y que estabais separados. Aunque yo sepa que nada de eso sea cierto, tú sabes muy bien lo que se ha comentado, a pesar de que tú no les hayas hecho caso, ni para confirmarlo ni desmentirlo…

»Además, tienen la certeza de que tú has sido el último que ha estado con ella. Ante estos hechos, sobre su mesa, ellos sacan sus conjeturas, sean ciertas o falsas. Así que, si tienes algo que ver con la muerte de Letizia, te lo pregunto como abogado más que como amigo, si sabes algo o tienes algo que ocultar, es mejor que me lo digas a mí ahora, antes de que ellos lo averigüen por sí mismos, para así saber a qué atenernos y poder aconsejarte de la mejor manera…

—¿Cómo se te puede pasar por la cabeza, a ti, Luis, por un instante tan siquiera, que yo tengo algo que ver? Tú me conoces bien y la conocías a ella. ¿Cómo lo puedes pensar?

—Repito, como amigo que soy tuyo desde… hace ya más de treinta años, antes de que me convirtiera en tu abogado, que este servidor está plenamente convencido de que no tienes nada que ver, ni nada extraño que ocultar. ¿Lo tienes claro?

—Gracias, pero eso lo daba por hecho. No hace falta que me lo recuerdes… Aunque se agradece.

—De nada, pero…, por esa amistad, quiero que me cuentes con todo detalle, sin omitir nada, el motivo por el que os reunisteis aquí en Madrid. Si discutisteis, y la situación se os fue de las manos a los dos…

—No ocurrió nada de lo que estás diciendo. Todo fue de lo más normal entre dos personas que se aprecian y quieren.

—Bien, aun así, quiero que me lo digas ahora…, porque, si ocurrió lo que te acabo de decir, quiero saberlo, para…

—No hay que argumentar nada, ni inventarse una historia, porque nada ha sucedido el lunes estando juntos. Solo fue una charla amable y cordial, como he dicho —digo cortando las palabras de  Luis.

—¿Qué hicisteis?, ¿dónde estuvisteis?, ¿de qué hablasteis?, ¿por qué os visteis aquí en Madrid?, ¿estuvisteis en la habitación del hotel?

Luis espera una respuesta a sus preguntas, que no llegan de inmediato.

Durante unos minutos, cuyos segundos me están resultando horas vacías, nos miramos a los ojos fijamente. Un sudor frío empieza a recorrer mi cuerpo, me sobra la ropa, me despojo del abrigo, lanzándolo con rabia sobre el respaldo de la silla adosada.

Me siento recostándome en el asiento que está vacío al lado de Luis, estiro las piernas, dejo caer la cabeza hacia atrás cerrando los ojos. Empaqueto cuidadosamente mi dolor, en una esquina de la mesa de mi conciencia, enviándoselo a mi corazón para que repose en su calor. Mi mente está vacía, abro una ventana para que penetre en ella la espesa niebla gélida, que oculta los restos de mi dolor. Tratando de encontrar las palabras adecuadas en la biblioteca de mi mente, respiro profundamente mientras las aceleradas palpitaciones de mi corazón se van serenando intentando llegar a un ritmo sereno. En ese preciso instante, en que las ondas de mi respiración y los latidos del corazón se encuentran en la línea de una misma sintonía, empiezo a comprender los motivos por los cuales me encuentro en el vestíbulo de este edificio.

El porqué de cómo había amanecido este día tan terrible.

Pero yo, Nicolás Beltrán del Toro y Castañeda, tengo la conciencia tranquila pues no tengo nada que ver con lo que le ha sucedido a mi esposa Letizia. Por eso mismo empiezo a comprender que será preciso que cuanto antes se lo deje claro al resto del mundo, puede que antes entiendan la razón de esta sinrazón.

Antes incluso de centrarme en lo realmente ocurrido.

Dejo caer mi mano izquierda sobre el hombro derecho de mi abogado y amigo, impulso el tronco para incorporarme a su altura y comienzan de inmediato a salir de mi boca, en voz baja, los sonidos de las palabras, que son el reflejo de lo que mi cerebro me está dictando.

—No te creas todo lo que dice la prensa, ni los cotilleos de la villa y corte. Así que no debes darles pábulo a la palabrería de vendedor de limpiacristales en los mercados callejeros lisboetas, de los programas basura que salen de la caja tonta, como si su palabra fuese la única verdadera.

»Verás, mi queridísimo amigo Luis de la Mata, puedes apostar tu mano derecha e izquierda, las dos, a que no tengo nada, pero nada, que ver con lo sucedido, ten por seguro que no las perderás. Y en este preciso momento no tengo ni idea, ni se me pasa por esta mollera, algo atolondrada pero lúcida, de quién ha podido hacerlo, y por supuesto que ni mucho menos tengo conocimiento del motivo o la razón por el que la han… asesinado.

Se me hace raro el tener que pronunciar esta palabra. Entrecierro los ojos y respiro profundamente antes de continuar:

—Me preguntas por el motivo de nuestra entrevista, y si tuvo algo que ver o influir con lo sucedido…, te digo rotundamente que no, con mayúsculas. Fue simple y únicamente por un tema personal, familiar, más bien. ¿Te queda claro?

—Yo no me creo nada de lo que dicen en esos mentideros, lo sabes bien. Pues yo sé la verdad de lo vuestro.

—Lo sé, pero ahora le estoy hablando a mi abogado…, por si acaso, te recuerdo que nuestra «no separación» consistía en un pacto temporal de mutuo acuerdo. Como sabes muy bien, en ningún momento nos planteamos que fuese una separación definitiva…, y tú conoces las razones que nos llevaron a dar este paso. Te puedo asegurar que durante estos meses nos hemos dado cuenta de que teníamos más cosas que nos unían que las que realmente creíamos que nos separaban.

—Me alegro de oírlo, pues yo siempre he creído que vuestra separación…

—Una «no separación». Lo nuestro no es más que un tiempo de reflexión. Los motivos los conoces, por lo que no hace falta que te los repita.

—Lo sé, no hace falta que me lo recuerdes. Pero sabes muy bien que la gente tiene una imaginación retorcida para algunos asuntos. Sobre todo, cuando se trata de personas…

Una mueca de desconsiderada repulsa se dibuja en mi rostro, haciendo que Luis enmudezca.

—Te diré que nos reunimos aquí, en Madrid, porque ella me lo pidió. Letizia tenía que estar aquí sin falta el lunes. Ella pensaba, y yo estoy de acuerdo, que sería mejor que nos viésemos sin tener la presencia de los niños cerca, lo que nos permitiría estar mucho más tranquilos para hablar de nuestra situación, los niños no están llevando demasiado bien la decisión de alejarnos un tiempo. Además, también estaba lo de su estancia en París.

—¡¿Se iba a vivir a París?!… No sabía que Letizia tuviese intención de marcharse fuera —dice un tanto incrédulo Luis.

No es para menos que Luis se sobresalte al oír lo de que Letizia pensaba irse a París, ya que su bufete lleva todos los asuntos patrimoniales y personales de los dos, y era conocedor de los compromisos que teníamos con la editorial por lo de la biografía de Pascual Fonseca.

—No, no, qué va…, no tenía esa intención —digo, haciendo un gesto con la mano para que me deje continuar explicándome.

—¿Entonces?, ¿os ibais de vacaciones los dos?…

—No. A París solo se iba ella para hacer un curso de piano, que duraría unos tres meses, más o menos, por lo que tendrían que quedarse los niños conmigo. Quería saber si estaba convencido de poder hacerlo solo y cómo íbamos a proceder. Si yo estaba dispuesto a trasladarme durante ese tiempo a Valencia o si los niños se vendrían conmigo a León esos meses. Si decidía que los niños se viniesen a vivir conmigo a León, tendríamos que contratar a alguien para que me ayudase con ellos, o bien que se viniese la chica que tenemos en Valencia para ayudarme.

»Letizia ya había hablado con ella y, por lo visto, parece ser que no tenía demasiado inconveniente en trasladarse con los niños durante ese tiempo. Este es el motivo por el que nos teníamos que ver, para ultimar los detalles del traslado, el colegio donde iban a estar ese tiempo, cuándo se lo diríamos, cuándo y cómo haríamos el traslado.

—¿Qué decidisteis?

—Decidimos que los niños se viniesen a León conmigo, por lo que sería mejor que antes de que se trasladase a París, ella pasaría en León unas semanas todos juntos, y así comprobaríamos cómo se adaptaban los niños a la nueva situación. En una palabra, ultimamos los asuntos domésticos y familiares.

—¿Significa que volvéis a estar juntos?…

No contesto a su pregunta, no porque no quiera, sino porque todavía es una decisión que está en el aire. Todo iba a depender de las semanas que pasásemos en León. Por lo que continúo con mi relato.

—Ese es el motivo real por el que yo me desplacé hasta Madrid. Por eso cogí el tren el lunes por la mañana, a la misma hora que ella salía de Valencia. Habíamos acordado que nos encontraríamos en la estación de Atocha.

»Yo llegué a Chamartín trasladándome a la estación de Atocha, donde ella ya me esperaba, tomamos un café en una de las cafeterías de la estación, y luego yo la acompañé a la puerta del Ministerio de Educación, donde ella tenía que resolver unos asuntos relacionados con lo del curso de París, quedamos que en cuanto ella terminase me llamaría para comer juntos y poder hablar tranquilamente antes de regresar por la tarde, cada uno a su destino de partida.

—Entonces, tenía intención de regresar a Valencia el mismo día. ¿Qué ocurrió para que no fuese así?

Me encojo de hombros entrecerrando los ojos.

Tomo durante unos segundos un poco de aire mientras en mi mente ordeno las escenas del espacio-tiempo que había compartido recientemente con mi esposa, en Madrid.

—Como he comentado anteriormente, la acompañé hasta la misma puerta del Ministerio de Educación, yo crucé Gran Vía, donde cogí un taxi para dirigirme al Paseo de la Florida, a las oficinas de la editorial de la revista para aclarar ciertos asuntos. Cuando terminé en la editorial, me desplacé hasta Augusto Figueroa, a la oficina de Ricardo Costa, el administrador que lleva lo de los alquileres de los pisos y bajos de Madrid. Sobre la una, más o menos, me llamó para decirme que me esperaba tomando algo en la cafetería de al lado del ministerio. Allí me dirigí. Cuando llegué me comunicó que tenía que quedarse, aunque no le apetecía nada, hasta el martes o el miércoles a más tardar, porque no había podido concluir de resolver todo el papeleo. Me preguntó si no podría quedarme yo también.

—¿Qué hiciste?

—Le contesté que no podía ya que tenía una reunión en el ayuntamiento el martes por la mañana y que, dada la hora que era, seguramente, no podría anularla. Ella me insistió en que intentase posponerla para el día siguiente, que estaría bien que pasásemos el resto del día juntos hablando de nuestra situación y de hacia dónde queríamos llegar.

«Debería haberlo hecho, seguramente, nada de esto habría pasado», pienso en ese segundo, en que recuerdo la insistencia de sus palabras resonando en mi conciencia.

—¿Dónde?, ¿decidiste quedarte?

—No, no pude cancelar la reunión. La acompañé…, mejor dicho, nos llevó Ricardo en su coche hasta la puerta del hotel Miguel Ángel para reservar la habitación. Como muy bien sabes, el hotel Miguel Ángel es en el que siempre solemos alojarnos cuando venimos a Madrid, a ser posible en una de las Suites Royal Junior.

—¿Sabes qué habitación era? ¿Estuviste en ella?

—No, ni ella llegó a subir a la habitación, solo la reservamos. Creo que la habitación era la 407 o 427, al menos es la que me parece recordar… ¿Qué importancia tiene?

—No, nada… Continúa contándome.

—¿Qué significa ese nada?

—Nada, nada. Solo se trata de una curiosidad. Sigamos —responde Luis mintiendo, pues él conoce el número de la habitación donde ha aparecido el cuerpo de Letizia.

—Como te estaba diciendo, no llegamos a subir a la habitación, dejó en recepción su ordenador y el portafolios, desde allí nos trasladamos en un taxi a comer algo ligero al Café del Jardín…

—Espera, espera… ¿Por qué el Café del Jardín?

—Y por qué no… Es un lugar como otro cualquiera.

—Sí, pero dada la hora que era, y el tiempo que teníais para estar juntos, uno va a un restaurante más cercano. No a uno que está a media hora en taxi. ¿No crees?

—Sí, es posible, pero… La verdad es que lo propuse yo, ya que quería ver si su librería tenía un libro que me interesa.

—¿Lo conseguiste?

—No, pero quedaron en que me lo conseguirían… ¿Te sirve la respuesta?

—A mí sí.

—A ti y a todos…, porque es como sucedió. Una vez que llegamos al Café del Jardín, intenté de nuevo cambiar la reunión que tenía el martes. Pero no pudo ser. A ninguno de los dos nos hizo demasiada gracia, la verdad. Durante la comida estuvimos bromeando con lo que podríamos hacer por Madrid hasta la mañana siguiente si me quedase. Terminamos de comer, nos fuimos caminando cogidos del brazo, al Corte Inglés de Atocha, ya que ella quería comprarse ropa y algo para los niños.

»Sobre las cinco y media o seis de la tarde, desde el Corte Inglés ella llamó a casa para hablar con los niños, que ya habían regresado del colegio, hablamos con ellos los dos. Los niños se pusieron locos de contentos al saber que estábamos juntos, y se quedaron más tranquilos. Letizia les dijo que necesitaba quedarse hasta el día siguiente, por lo que tendrían que pasar aquella noche con su tía Mariola. Habló con María José, la chica, para darle instrucciones de lo que tenía que hacer. Le dijo que se quedase con los niños hasta que llegase su hermana, Mariola, para pasar con ellos en casa toda la noche, y que por la mañana fuese una hora antes para prepararlos y llevarlos al colegio, quedaron en que ella los llamaría antes de acostarse.

—¿Mariola, qué es, la gemela o melliza de Letizia, o la hermana mayor?

—La gemela. Con Amparo, su hermana mayor, no se lleva demasiado bien… Bueno, ni tampoco puedo decir que mal.

Luis mira la esfera de su reloj y luego mira a un lado y a otro de la sala donde nos encontramos, algo nerviosos, tratando de encontrar a alguien.

—Nos tomamos —continuó diciendo, tratando de adormecer los nervios que me corroen por dentro— un café en la cafetería del Corte Ingles, mientras continuamos hablando de lo que debíamos hacer. Acordamos que yo iría el viernes, por la mañana, a la hora de comer, a Valencia, y que les contaríamos a los niños que se iban a vivir a León mientras ella estuviese en París. Que estaría bien que a su regreso volviésemos a estar otra vez en familia. Sobre las ocho de la tarde, más o menos, nos despedimos en la puerta del Corte Inglés, yo me dirigí a la estación para coger el tren que salía a las nueve y media para León.

—¿Letizia se quedó en el Corte Inglés?

—No sabría decirte con seguridad…, creo que sí. Ella me comentó que cogería un taxi para el hotel, que se encontraba algo cansada y quería madrugar al día siguiente para ver si podía estar a primera hora en el Ministerio, a ver si a mediodía ya tenía todo solucionado para llegar a casa cuando los niños saliesen del colegio.

—¿No volviste a hablar con ella?

—No, la verdad.

—¿Y eso? Si todo había sido como dices…

—Sí. Así es… ¿Y?

—Pues no comprendo entonces cómo no la has llamado.

—No, sí, sí la llamé…

—¡Cómo!… Si me acabas de decir que no lo hiciste.

—Eso no es lo que he dicho.

—¡¿Cómo qué no?!

—No… He dicho que no había hablado con ella, no que no la llamase.

—Ah, bueno. Pero eso es prácticamente lo mismo. ¿No?

—Creo que no. Cuando llegué a León, le envié un mensaje diciéndole que había llegado.

—¿Te contestó?

—Sí, con un okey y que hablaríamos por la mañana. A las nueve de la mañana la llamé por teléfono, desde la oficina, pero no me lo cogió, me daba fuera de cobertura. A los quince minutos me llegó un SMS al móvil, diciéndome que estaba en el Ministerio, que luego me llamaría. No me llamó.

—¿Qué hiciste?, ¿la llamaste más tarde?

—Sí. Sobre las dos de la tarde la llamé, pero estaba fuera de cobertura, sobre las siete de la tarde volví a llamarla, pero seguía fuera de cobertura. Por lo que llamé a casa, en Valencia, por si había llegado y tenía el teléfono apagado, quería saber cómo le había ido. Me contestó su hermana Mariola, me comunicó que no sabía nada de ella desde el lunes por la noche, cuando había hablado con ella desde el hotel, que le había llegado un mensaje a primera hora de la tarde en el que le decía que se estaba quedando sin batería, que se quedaba en Madrid hasta el miércoles y que la llamaría a la noche y le contaría. Estaba intranquila. Me pregunto si yo sabía algo, le contesté que yo estaba en la misma situación que ella, le dije que no se preocupase, que ya sabía cómo era su hermana de distraída y reservada, que lo más seguro que le hubiese pasado es que se le había complicado lo que había ido a resolver en el Ministerio. Quedamos en que, en cuanto llegase o supiese algo de ella, me llamaría. Le comenté que lo más seguro es que el sábado nos veríamos ya que tenía intención de pasar el fin de semana con Letizia y los niños, pero que no les dijese nada ya que quería darles una sorpresa.

—Por lo visto, no te han llamado.

—No, no me llamaron, y yo tampoco.

—¿Por qué no lo hiciste?

—La verdad es que me enfrasqué en el proyecto y se me pasó el tiempo, cuando quise darme cuenta ya era de madrugada, me convencí a mí mismo diciéndome que, si hubiese pasado algo, me habrían llamado, que seguramente también a ellas se les pasó llamarme, así que, dada la hora que era, decidí que lo haría a primera hora de la mañana. Algo que ya no podré hacer… Por cierto…, qué desastre, Dios, no he llamado todavía a su hermana…, a sus padres. Tendría que llamarlos para decirles lo que ha sucedido, pero… ¿cómo se lo digo?, ¿qué les digo a los niños?…

Unas lágrimas incontrolables corren por mis mejillas ante el recuerdo de mis pequeños hijos.

—Esto último, lo de llamar a su hermana y a sus padres, aguardemos a que nos digan algo. Esperaremos a ver lo que el doctor Caniellas nos cuenta. Porque ahora mismo, si nos preguntasen por lo sucedido, no sabríamos qué respuesta darles. Lo haremos en cuanto sepamos algo al respecto, ¿no crees?

—Si no te importa, encárgate tú de hablar con ellos para darles la noticia a sus padres y hermanas. Yo no puedo hacerlo…, me vendría abajo.

—No te preocupes, yo me encargo.

—Gracias…

—No es necesario…, ni que lo digas.

—Ya, ya, pero…

Luis, cabizbajo, me lanza una mirada. Sin reproche alguno me dice:

—¿Todo lo que acabas de contarme es lo que ha sucedido, tal cual?, ¿no hay nada más que se te haya olvidado o pasado por alto? Recuerda.

—Sí, por supuesto eso es todo lo que sucedió y como sucedió. No solo porque lo diga yo, sino que se puede demostrar. ¿Qué es lo que va a pasar ahora?

Nos quedamos en silencio. Me noto cansado, desconcertado, con la mirada perdida, observando a la gente que hay en el vestíbulo circulando de un lado a otro. Con la mirada busco hallar en alguna de esas personas que transitan por el vestíbulo algo que me dé una pista de lo que está ocurriendo. Alguien que con una simple mirada de soslayo pueda confirmarme que no se trataba nada más que de un mal sueño.

—Por ahí llega el doctor Caniellas. A ver qué nos puede contar de lo sucedido —dice poniéndose en pie.

Caniellas viene acompañado del inspector Reyes, este hace una seña al subinspector Fernández, que se encuentra a dos metros de donde estamos sentados. Luis sale al encuentro del doctor estrechándose la mano, susurrando algo en voz baja, un saludo cordial carente de sentimiento pero cargado de emoción. Cuando han llegado a mi altura, ya me encuentro de pie, el doctor, sin preámbulos, se abalanza sobre mi dándome un abrazo sentido, a la vez que me dice:

—Lo siento, lo siento, Nicolás. Siento que tengamos que vernos en estas trágicas circunstancias… De verdad, de corazón.

—Gracias, Fermín. Gracias.

—¿Qué es lo que nos puedes contar? Sin involucrarte demasiado, por descontado. ¿Cómo ha ocurrido?               —pregunta Luis, sin más preámbulos.

—Por supuesto, no existe compromiso alguno. El comisario jefe y la fiscalía están al tanto de esta entrevista. Personalmente, ellos me ha autorizado a que la mantengamos.

—Perfecto, así es mucho mejor —dice Luis en voz baja.

—La autopsia prácticamente ya está concluida, solo a falta de redactar el informe definitivo y las conclusiones finales. Es lo que os puedo decir…

—Al menos nos podrás decir cómo ha sucedido y si ya hay sospechosos.

—Bueno, algo más si os puedo contar —dice, girando la cabeza lentamente de un lado hacia otro, como buscando algo.

Las manos de Caniellas hacen un movimiento instalándose sobre nuestros antebrazos tirando levemente de ellos a la vez, diciendo:

—Qué os parece si hablamos de ello en uno de los despachos mientras esperamos al comisario jefe y a los inspectores que llevan este caso. Estaremos más tranquilos. Ellos, mejor que yo, os podrán informar de todo lo referente a la investigación. Vendrán de un momento a otro a reunirse con nosotros. Están esperando al fiscal, también él asistirá a la reunión.

Subimos a la primera planta, recorremos un largo pasillo, en silencio, hasta el despacho que el doctor nos ha indicado. Una estancia de cuatro por cuatro, sin luz natural, no tiene ventanas que den a la calle, pero sí un ventanal con una persiana de gradulux que forma una de sus paredes, el cual da al largo pasillo por donde hemos accedido, con una larga mesa rodeada de sillas. Durante el trayecto la ansiedad mantiene una ardua batalla en mi estómago por salir, y la pantalla de mi mente en blanco solo un puñado de frases escritas.

—¿Me puedes decir cómo murió mi esposa? —pregunto entrando en el despacho.

—Eso sí te lo puedo decir. Pero poco más.

—¿Sabéis quién lo ha hecho?

—Hasta donde yo sé…, siento tener que decirlo, no hay pistas de quién lo ha hecho…, pero todavía es pronto para saberlo. No hace ni veinticuatro horas que hemos…

—O sea, que soy el principal sospechoso.

—¡No!… No, para nada…

—¿Entonces por qué la policía me han sacado a las cinco de la madrugada de mi casa en León, y me han traído hasta aquí, sin ninguna explicación?

—Que yo sepa, es el procedimiento habitual en estos casos. Eres el familiar más cercano, y quieren aclarar algunos puntos que los…

—¿Quién es el fiscal? —pregunta Luis, no dejando que termine de hablar Caniellas.

—Cortázar —responde Caniellas.

En el rostro del abogado, aparece sobreimpresionada una mueca de censura al oír el nombre del fiscal, mientras una desazón recorre su corpulento cuerpo, haciendo que se frote la frente. Signo inequívoco de algo no va bien. Lo que no pasa desapercibido para mi desconcertada mente.

—Antes de venir aquí a hablar con vosotros, he estado hablando con el comisario jefe Antón Freixa, como os he dicho al principio. Una deferencia especial por la amistad que nos une. Pero quiero aclararos que no voy a adelantaros ninguna de mis conclusiones finales, antes de darlas a conocer oficialmente.

—¡¿Ya tenéis una conclusión?! —dice un sorprendido Luis.

—Solo a falta del resultado de los análisis que hemos solicitado, podríamos decir que sí.

Miro sorprendido a Caniellas sin articular palabra, una mirada cargada de incredulidad y de intriga a la vez, él me devuelve la mirada y dice sosteniéndomela:

—Teniendo en cuenta las especiales circunstancias que me unen a vosotros, y en este caso, como algo excepcional, os diré quiénes pueden ser los responsables, para mí, de este terrible suceso. Aclaro, no los nombres, que desconozco por completo, sino un retrato psicológico de quiénes pueden ser los responsables.

—¿Es que crees que ha sido más de uno? —pregunta Luis desconcertado.

—Casi seguro al cien por cien…, no porque lo crea yo, sino porque todos estamos convencidos de que este… crimen lo han llevado a cabo dos o tres individuos.

—¿Un crimen sexual?

—No. Os lo puedo afirmar categóricamente.

—¿Entonces?

—Como podéis imaginaros, dada, presumiblemente, la imponente resonancia social que va a tener este caso, y por descontado, la más que segura presión a la que nos vamos a ver sometidos, no hará falta que os explique que nada de lo que digamos o escuchéis aquí se lo comunicaremos a otras personas. Por el bien de todos.

—Por descontado, somos los más interesados —dice Luis.

—Por desgracia…, nos vamos a convertir en noticia de telediario, tertulias y televisivos chafarderos tertulianos…, monos sabios de parada de metro.

»Vamos a estar en boca de los aduladores de la palabra y perezosos de la mentira, convertidos por obra y gracia de las llamadas audiencias que les dan alas para la especulación y la ausencia de la reflexión, por algún tiempo, en jueces y jurado al mismo tiempo para dar su veredicto torticero y mal-intencionado, que ellos llaman investigación, y que yo…

Caniellas hace un gesto con la mano cortando mi discurso, mientras nos sentamos alrededor de la mesa. Me siento al lado de Luis, el doctor se sienta frente a nosotros. Comienza, en tono circunspecto, a decir Caniellas:

—Veréis… Este caso lo va a llevar personalmente el comisario jefe Antón Freixa, que es el máximo responsable de la UDEV, no es un comisario cualquiera, es inteligente, tenaz y muy responsable. Con él está una joven inspectora, que será la responsable de llevar el día a día del caso, esa joven es la inspectora Serrano, aparte de otros. Toda la policía está implicada en este caso. El juzgado de instrucción número trece es el que instruirá. Por cierto, ha declarado el secreto del sumario de la investigación.

—Es más serio de lo que parece —susurro en voz baja.

—¿Quién es el juez? —pregunta Luis.

—La responsable del juzgado número trece es una mujer, su señoría Valentina de la Riva. Es joven, rondando los cuarenta y pocos años, pero es una juez infatigable. Es inteligente, hábil, tenaz, congruente, trabajadora y poco o nada impresionable, según cuentan sus compañeros y los que han trabajado con ella.

»No diría yo lo mismo del fiscal, le gustan demasiado los telediarios y aparecer en las primeras páginas de los periódicos. Pertenece a esa nueva hornada de juristas guaperas a los que les gusta destacar. Tú, Luis, lo conoces bien, se trata de Javier Cortázar.

—Sí, lo conozco bien a él, y a sus tretas de chico estrella.

—Como creo que ya comenté, he terminado de practicar la autopsia de tu esposa, Nicolás… Sinceramente te digo que me hubiese gustado no tener que haberla realizado.

—Lo supongo… A mí también me hubiese gustado que no la hubieses realizado…

—Siento ser tan repetitivo, pero, doy por sentado que cuento con vuestra completa discreción, ya que esto no lo suelo hacer, y mucho menos está permitido, con nadie. Al menos, hasta que no tener listo y perfectamente redactado el informe concluyente de cómo se ha llevado a cabo la muerte de Letizia, tu esposa…, lo siento…

»Esta vez he accedido, no porque me lo haya pedido el jefe, que también lo ha hecho, sino por la persona que acabo de dejar sobre mi mesa de autopsias y por la amistad que me une a vosotros.

—Lo entendemos perfectamente, por lo que te estamos muy agradecidos por ello. Cuentas con nuestra total y sincera discreción —señala Luis.

—Os contaré, a modo de resumen…, procuraré no emplear demasiada terminología técnica para que me entendáis.

El doctor nos mira en silencio, durante unos brevísimos segundos, mientras toma una ligera bocanada de oxígeno, antes de continuar o, mejor, de comenzar, con las explicaciones que viene a ofrecernos.

Y también seguramente, por qué no, para observar mi reacción ante sus palabras.

—Lo que os puedo transmitir es lo siguiente: lo primero que os tengo que decir es que la muerte no ha sido el resultado de una muerte natural, ni porque tuviese alguna enfermedad. Ni, mucho menos, porque ella hubiese ingerido drogas o cualquier otra sustancia. Por desgracia, se trata de una muerte violenta, es más, diría que hasta con ensañamiento, en sí misma, violencia por violencia. Una violencia injustificada, con la que sus autores han querido hacer toda una representación artística, una puesta en escena de la desnudez de la muerte.

Percibo, en las dilatadas pupilas, así como en el iris de los ojos de mi amigo, el doctor Caniellas, cierta pesadumbre según van saliendo las palabras dictadas, por su conciencia, de su boca.

—¿De qué tipo de violencia estamos hablando?            —pregunto con asombro.

—Lo siento…, perdona, Nicolás, no puedo hablaros de los detalles… No debería haber dicho eso… Freixa, perdón, el comisario jefe en el momento propicio os dará esos detalles.

Caniellas se quita las gafas de pasta de su rostro, dejándolas caer sobre su pecho, a la vez que se pasa sus finos dedos alargados de la mano derecha por la cuenca de sus ojos.

Sabe que debe mentir, algo que le molesta, pero que forma parte de su trabajo. Prosigue diciendo:

—Lo segundo es…, cómo decirlo…, los órganos principales de tu esposa estaban en buen estado, perfectamente conservados…

»Aunque es lo normal que se puede esperar en una persona de su edad. Le hemos realizado una palpación anal, para determinar si hubo o no una posible violación pos morten o anterior. Hemos podido detectar una gran dilatación en la ampolla rectal permitiéndome constatar con dicha ocultación que es triplemente digital, a través de hisopados rectales…

—¿Qué diablos significa eso?

—Es una prueba que realizamos para determinar si hubo o no violación en la víctima. En este caso creo que no, pero esa seguridad me la confirmarán los análisis que he mandado efectuar. En veinticuatro horas tendremos los resultados.

—¿Ha sido violada? —pregunto con asombro.

—Ni lo afirmo ni lo niego. Pero, prácticamente, lo descarto, por ahora. Como os he dicho, los análisis me lo determinarán de manera conclusa de una forma definitiva, negativa o positiva. Aunque lo más importante que hemos detectado, no tengo lugar a dudas de ello, es lo que considero que fue la causa de su muerte, se trata de lo que hemos hallado en su cuello. La víctima…, perdón, Letizia, tiene un pequeño corte oblicuo con dirección arriba abajo y de atrás adelante de escaso medio centímetro de longitud, con un corte de sección completa de la vena yugular derecha. Lo que, sin ningún género de duda, alguna le ha provocado una gran sangría hemática, pero…

El doctor se calla durante unos segundos, fijando su mirada en la mía antes de continuar con su relato. Sabe que está mintiendo. A Caniellas le cuesta tener que contar cómo murió Letizia, sin desvelar la realidad de lo que vio ayer en la habitación del hotel. Había decidido, junto con el comisario,  contar los aspectos técnicos nada más, pero las imágenes de lo que vio le están vapuleando, lo que hace más difícil su explicación.

—Mi conclusión, por cómo es la herida practicada en su cuello, es que ha tenido una muerte blanca. Para que me entendáis, esto no es más que un paro cardiorrespiratorio producido por un shock hipovolémico sobreagudo e irreversible, al haberse realizado con milimétrica precisión un corte en la sección completa de la vena yugular. En consecuencia, observando el corte producido y algún detalle más, que no puedo desvelar por motivos de la propia investigación, os puedo asegurar que todo apunta a que el que ha llevado a cabo este homicidio tiene un conocimientos de medicina.

Escucho las palabras de Caniellas, pero mi mente se niega a aceptar la realidad del significado de todas ellas. No alcanzo a comprender el sentido de toda esta situación. Estoy inmerso en el caos de la sinrazón.

—Esto es todo lo que os puedo contar de cómo ha ocurrido su muerte. De momento, cuando la investigación esté más avanzada y tenga los resultados de las pruebas que hemos ordenado realizar, para concluir el informe, os podré aclarar más cosas. Evidentemente, hay otros detalles que no puedo decir, no me lo permiten los de arriba ni la propia investigación. Lo entendéis, ¿verdad?

»En cuanto me sea posible, Luis, os haré llegar el informe de la autopsia.

—Sí, lo entendemos —digo un tanto atónito—. Si no he entendido mal, le han cortado el cuello y han dejado que se desangrase…

—Tengo dudas sobre el arma que han empleado. ¿Tú cuál crees que fue?, ¿pudo hacerlo con un estilete, un cuchillo, un cúter? Lo que conlleva que toda la habitación estaría salpicada y cubierta de sangre —pregunta Luis.

—Como os acabo de decir, esto es obra de un profesional, además de un buen conocedor de las técnicas médicas.

—Ya, pero entonces esto…

Caniellas me interrumpe, de nuevo, levantando la palma de sus manos y comienza a dar una explicación a las preguntas de Luis.

—No, no necesariamente se han empleado esos instrumentos, de eso estoy completamente seguro, no fue con un estilete, espada o cualquier otra arma blanca de gran tamaño. Su muerte se llevó a cabo con un elemento punzocortante de pequeño tamaño muy bien afilado, más bien, me decanto por que han utilizado un bisturí.

Caniellas sabe muy bien que el instrumento que habían empleado es un bisturí, así que, como es consciente de que no puede revelar datos de lo que había sucedido en la habitación del hotel, las vaguedades de sus palabras le ayudaban a esconder la realidad.

Luis hace el amago de decir algo, pero Caniellas lo frena en su intención con el gesto de su mirada.

—Yo no estuve en la escena del crimen…

Miente, y se arrepiente de haberlo dicho, por eso cierra los párpados un instante, antes de continuar hablando.

—Observando los documentos gráficos tomados in situ, así como por lo que me han contado los investigadores criminalistas que han asistido al lugar de los hechos, os puedo confirmar que la cama es el lugar donde se encontró el cuerpo, y ese, exactamente, fue el lugar del crimen… Aunque todo es muy extraño…

—Extraño, dices, ¿por?…

La voz de Luis resuena en mis tímpanos sacándome del cascarón de mi letargo, para preguntar lo que ronda en el interior de mi turulata mente.

—¿Trató de defenderse?

—En la habitación no había indicio alguno de que hubiese habido lucha o forcejeo de algún tipo, estaba todo muy ordenado, demasiado ordenado, más bien, según indican los informes periciales de los investigadores criminalísticos.

El sonido de la voz del doctor vuelve a sonar en mi cabeza con cierto retardo, como si no lo tuviese aquí delante de mí, pero su tono me suena raro, hay algo extraño en ella que no logro identificar, y su mirada es un tanto esquiva, ¿por qué?…

Guardo silencio, y comienzo a fijarme con disimulado esmero en los gestos que realiza su cuerpo y en los gestos que se reflejan en su rostro.

—Lo de extraño lo digo porque la cantidad de sangre encontrada sobre la cama no es la que suele expulsar un cuerpo humano al ser cercenado de esa forma, seguramente, y esto es una hipótesis, porque el asesino o los asesinos después de matarla la lavaron o incluso la bañaron. Ya que no había ni una sola huella ni en su cuerpo ni en la estancia donde se encontraba el cuerpo; eso o que la hubiesen matado en otro sitio distinto a donde la hemos hallado y luego la trasladaron para colocarla sobre la cama. Algo que creemos altamente improbable.

Mientras está hablando baja levemente los ojos, mirando la mesa, a la par que juguetea con su anillo en el dedo corazón. El doctor Caniellas miente una vez más, sus sentimientos se revelan en su interior, ya que sabe perfectamente el motivo de la ausencia de sangre, lo mismo que sabe que no la habían bañado ni lavado. La habían embalsamado, después de haberla torturado hasta la muerte, para ocultar su ensañamiento.

Pero la razón le indica que no puede ni debe ser demasiado explícito, aunque lo esté deseando.

—O sea, que se trata de un asesinato en toda regla.

—Que nos va a traer de cabeza.

—¿Crees entonces que se trata de algo planificado?

—Según las pruebas que hemos obtenido en el escenario, puedo decir, con total seguridad, que ha sido un asesinato llevado a cabo con premeditación, con violencia, histeria y con un alto grado de alevosía, que para realizarlo debe de estar perfectamente planificado… Mejor dicho, milimétricamente planificado. Acompañado de una escenificación digna de las mejores novelas negras, y por supuesto sin olvidarnos del alto grado de conocimientos médicos con que lo llevaron a cabo, todo ello rodeado del señor misterio, como en las novelas de su…

Iba a decir esposo, pero en el último momento se frena, ante la mirada de Nicolás.

—¿Quién crees tú que ha podido hacer una cosa semejante?, ¿hombre, mujer? ¿Es posible que se trate de dos hombres, de dos mujeres? —pregunto.

—¿Qué te hace pensar que fuesen dos personas?…, ¿y mujeres nada menos??

—No sabría decírtelo… Quizás por lo que has dicho…

—¿Solo por eso?, lo dudo. ¿Acaso sabes algo que desconozcamos?

Guardo silencio durante unos segundos, pues me acaba de venir a la cabeza una duda que puede que tenga algún sentido.

—No, no sé nada. De verdad. Lo digo quizás porque tú al hablar de quien la había ejecutado, lo has hecho empleando el plural, concretamente has dicho un par de veces asesinos, y además también nos has dicho que pensáis que este… crimen ha tenido que ser realizado por dos personas.

»También nos has comentado que todo estaba pulcramente ordenado, que la han bañado con delicadeza y a conciencia, y además no habéis encontrado sustancia alguna y que su cuerpo no mostraba signos de forcejeo ni golpes, lo que me lleva a pensar que para hacer lo que hicieron tuvo que tratarse de personas con sentido de la delicadeza. ¿No crees? Es más…

»Me pregunto cómo pudieron entrar en la habitación. Porque, si fueron hombres, Letizia no los habría dejado entrar, se habría resistido, y habría signos de ello, y no encontrasteis nada en ese sentido. Sin embargo, si fuesen mujeres, haciéndose pasar por camareras del hotel, Letizia las hubiese dejado pasar sin ningún problema, ¿no crees?

—Es pronto para afirmar algo así, pero, querido amigo, déjame darte un consejo: guarda esa pregunta, reflexión más bien, para otro momento. Ahora no creo que sea oportuno hacerla —dice susurrando Caniellas.

—¿Y eso por qué?, ¿acaso crees que tengo razón?

—Es posible que tengas razón. Por lo observado en el lugar donde se encontró el cuerpo, por cómo estaba colocado, incluso diría que por las características de cómo se encontraba todo de ordenado y limpio, posiblemente se podría decir que ha intervenido una mujer. Sin embargo, por la fuerza que tuvo que emplearse para llevar a cabo un hecho semejante, diría que un hombre u hombres participaron en los hechos. Aunque ahora que lo has mencionado, vamos a tener que valorar esa posibilidad… Aun así, te recuerdo el consejo, es mejor que de momento te guardes tu reflexión.

—Bueno, bueno… Con esta reflexión-afirmación…, no sé cómo llamarlo, me quedo desconcertado —comenta Luis.

—Sí, yo también. De ahí lo de mi consejo…

—No estaréis pensando que Nicolás ha tenido algo que ver, ¿no?

—Yo no, por eso mi consejo. Cuantas menos lucubraciones en voz alta por tu parte, Nicolás, mejor. Hay personas en la Dirección General que también están desconcertadas por lo ocurrido, como yo, pero que no opinan lo mismo.

—Supongo que solo se tratará de suposiciones.

—Sí, de momento solo son suposiciones. Pero ya sabéis que a veces las suposiciones se convierten en falsas realidades. Además, hay una…

Caniellas iba a decir algo, sin embargo, se reprime en el último instante. Cambiando de entonación y de tema, dice.

—Puedo deciros que estamos ante un caso único…, bueno, todos los casos de asesinato son únicos, pero la mayoría sigue un patrón o una parecida línea de ejecución. Este rompe totalmente con todo lo que hemos visto hasta el momento, no conocemos que se haya producido un caso similar en algún otro lugar.

—¡Tan raro es!

—Yo diría que se trata de personas que padecen una enfermedad mental, esquizofrenia, trastorno bipolar. Que son cultas, inteligentes, metódicas y con una alta preparación profesional, posiblemente relacionada con la medicina. Es más, me atrevería a decir que conocían bien a la víctima, a tu esposa. No se trata de una víctima elegida al tuntún, sino de alguien a la que conocían perfectamente, bien porque era familiar o amiga, o porque la han estado siguiendo para estudiar su forma de vida. Por eso soy de los que cree que este… asesinato no es por motivos pasionales, sexuales o de otra índole en concreto. Por venganza, resentimiento, tal vez. El que ha llevado a cabo esto debía de tener un sentimiento de rencor hacia tu esposa brutal, porque quien lo ha hecho ha sentido un enorme placer haciendo lo que ha hecho. Y no creo que vaya a ser nada fácil descifrarlo, seguramente llevará tiempo dar con el autor o autores de este crimen.

En cuanto Caniellas termina de hablar, el silencio se hace eco entre los cerramientos que conforman la estancia donde nos encontramos. Cada uno de nosotros tenemos en nuestra mente pensamientos tangenciales. Es el silencio de nuestro raciocinio.

Por la mente de Caniellas pasan las imágenes de lo que había visto en la habitación del hotel, de las cuales no podía decir nada, aunque casi se le escapa. Piensa que a lo mejor ya ha dicho más de lo que debe. Que la fiscalía es posible que le hiciese abandonar el caso; seguramente Cortázar, en cuanto se entere de la amistad que tenía con la víctima y con Nicolás, le recriminará no haberlo dicho. Tendría que decírselo antes de hacer el informe final, no se dé el caso de que lo acusasen de contaminar su veredicto.

Luis está pensando que, después de escuchar a Caniellas decir lo que no decía con palabras, Nicolás, su amigo, lo va a tener complicado, ya que será al primero al que le pongan el cartel de culpable. Aunque tenga pruebas de que él no lo hizo, muchos seguramente dirán o pensarán que es el ideólogo de este crimen. Por lo que ha dicho Caniellas, y por lo que le han contado esta mañana, tiene toda la pinta, en principio, de que lo van a imputar. Si es así, tendrá que llamar a otro compañero para que le ayudase o, mejor aún, para que se hiciese cargo de su defensa. Aunque él está convencido de que su amigo no es capaz de haber realizado algo semejante. Esperará a ver cómo transcurren los acontecimientos antes de tomar esta decisión.

Nicolás no piensa, en su mente solo aparece un largo surco de preguntas sin respuestas, ante los interrogantes que le ha dejado el doctor. De respuestas que buscaban una pregunta. Venganza, ¿por qué?, ¿quién?, ¿con qué motivos?, ¿un familiar?, ¿un amigo? Imposible. ¿Un conocido?, ¿un compañero?, ¿con qué fin? ¿Alguien a quien conozca y que esté resentido con él por algo?…, pero ¿por qué ella? ¿Quién puede tener tanto odio y resentimiento hacia él, como para llegar hasta estos extremos…, si él no cree que haya hecho nada tan malo como para tener que vengarse? ¿Por qué la venganza?, ¿desde cuándo? Si la muerte ya es un misterio, ¿por qué la muerte de Letizia está resultando ser un enigma?

Este silencio se rompe cuando el sonido de mi voz rota por el dolor se encuentra con las isobaras del eco del silencio, preguntándole a Caniellas:

—¿A qué hora crees tú que sucedió?

—En cuanto a la cronología del diagnóstico, nos es difícil asegurar una hora exacta en que tuvo lugar la muerte dado que el cuerpo fue manipulado.

—Sí, pero, más o menos, ¿sabéis a qué hora tuvo lugar?

—Hemos de tener en cuenta el examen efectuado en el lugar donde se encontraba el cuerpo y la hora en que se llegó allí, que fue sobre las trece treinta de la tarde de ayer miércoles. Hemos tomando la temperatura del cuerpo y hemos constatando en ese momento una temperatura rectal de dieciocho grados, así como una temperatura ambiental de trece grados. Si tenemos en cuenta la semiología cadavérica, o sea, el diagnóstico previsto, para que me entendáis, realizada durante la necropsia a las diecisiete treinta de la tarde, estimamos que la muerte se pudo producir alrededor de las cinco treinta de la madrugada del martes, más menos, hora arriba o abajo.

—¿Cómo es posible entonces que no se haya sabido nada hasta después de haber pasado más de veinticuatro horas?… ¿Cómo es posible… que hasta hoy no nos hayan comunicado su muerte a la familia?

—Mi querido amigo Nicolás, a esa duda-pregunta no te puedo contestar con absoluta certeza, como mucho, puedo especular.

—¡Especular dices! Cómo narices…

—Eso, seguramente, solo te lo podrán responder los responsables de la investigación, el juez o el fiscal. Así que esa pregunta se la tendrás que hacer a ellos.

—Descuida. Ya lo creo que lo haré, te aseguro que van a tener que explicarme, y muy bien explicado, eso y más…

—Si así lo crees pertinente, estás en tu derecho de hacerlas. Yo, en tu lugar, posiblemente también la haría.

—Demasiadas aclaraciones, demasiadas preguntas sin respuesta son las que tengo en estos momentos en mi cabeza.

—Tú y todos —dice Luis.

—Lo que acabo de contaros solo son algunos de los puntos del informe que presentaremos, que será mucho más extenso y preciso, tanto en la exposición misma como en las conclusiones definitivas.

—Serás tú el que realice ese informe, ¿no? —pregunto.

—No, ha habido otros dos forenses que también han participado en la autopsia, ellos eran los encargados…

—Ya, pero tú eres el forense jefe, ¿no? —pregunta Luis.

—Sí,  lo soy. Pero existe un pequeño problema, conocía a la víctima y tengo relación de amistad contigo, Nicolás.

»Lo que podría llevarnos a que el ministerio fiscal recusase el informe y pidiese realizar otra autopsia de parte, por considerar que debido a mi relación con la víctima y su entorno las conclusiones finales de los hechos podían estar contaminadas…

»Por lo que he decidido, aunque yo haya participado en la autopsia, que sean los otros doctores quienes redacten y firmen el informe final.

—Si lo hace, ¿estarías dispuesto a emitir un informe si te lo pido yo, como parte interesada? —pregunta Luis.

—Si la familia me lo pide, no tendría inconveniente.

—Pues ahora mismo te digo que la familia te lo pide. Será tu informe el único que para mí tendrá valor —me apresuro a decir.

—¿Acaso Cortázar no conoce la existencia de vuestra relación? —pregunta Luis—. Porque, si es así, date por recusado.

—Desconozco si la conoce o no, yo no se lo he comentado. Quien sí tiene conocimiento de mi amistad con Nicolás es el comisario jefe. Por eso estoy aquí.

—De Cortázar te puedes esperar de todo.

—Ahora no es el momento de preocuparos de esos menesteres. En cualquier caso, en cuanto esté concluido el informe, os haré llegar una copia.

Caniellas se queda callado, cabizbajo, durante unos breves minutos. Pensativo, reflexionando sobre algo que le ronda por la cabeza. Después, mirándonos fijamente dice tras un profundo suspiro:

—No sé si debo contar esto… Más bien, no debería hacerlo. Pero, por la amistad que nos une, creo que lo debéis saber. A lo mejor vosotros podéis encontrar algún sentido que arroje luz a este misterio.

—¿De qué se trata? Nosotros estamos dispuestos a colaborar en lo que haga falta.

—Hay muchos más hechos en este suceso que no puedo ni debo revelar. Pero hay dos que me tienen azorado. No debéis hacer mención de ello a nadie. Esto me gustaría que quedase entre nosotros tres, llegado el caso, negaré que esta información ha salido de mi boca. Es algo que encontramos al realizar la autopsia, y que considero que puede ser una pista, o al menos puede abrir un camino a seguir.

—Cuentas con nuestra total discreción.

—Extraño y misterioso, lo es al menos para mí, y seguro que tiene algún significado que desconozco. En una de las partes del cuerpo de Letizia, no voy a deciros en cuál, encontramos un pequeño cilindro de acero, en cuyo interior había una nota escrita que decía: «El juez ha dictado su justo veredicto».

»Debajo de esta leyenda se hallaba un pequeño y raro dibujo, que consistía en un triángulo equilátero y en su interior el perfil de un ojo abierto.

Un mohín de sorpresa se dibuja en mi rostro, las palpitaciones del corazón se aceleran, bombeado más sangre de la debida a mi cerebro.

Reconozco ese símbolo.

Miro a Luis buscando o esperando una respuesta a lo que acabamos de oír. Por si él también lo reconoce. Pero solo escucho la pregunta que le hace a Caniellas:

—¿El otro acontecimiento cuál es?

—En la cabecera de la cama está escrita entre interrogantes la palabra «WHY»… ¿Le encontráis, o bien tiene, algún significado para vosotros?

—¿La palabra era W, H, Y griega? —pregunto.

—Sí, ¿sabes qué significa?

—Es una palabra americana que se emplea usualmente, no tiene una traducción fija, sino que según la conversación que estés manteniendo tiene un significado u otro. Significa «por qué», «tal vez». Y también es el título de una canción de moda del dos mil tres o cuatro…

—Y la frase y el dibujo, ¿te dicen algo?… ¿Tienen algún significado?

—Lo de esa frase…, creo recordar haberla leído en alguna parte, pero no sé lo que quiere decir ni qué relación tiene con Letizia o conmigo —digo.

—El dibujo, ¿te sugiere algo?

—No. Tendría que verlo, me suena de haberlo visto en algún libro sobre Egipto.

Miento sin pestañear, pues sí recuerdo haber visto ese mismo dibujo muchas veces de joven.

Era la firma que empleábamos Pascual y yo cuando nos enviábamos mensajes para quedar en algún lugar para hacer algo. Incluso, el amigo Pascual firmaba los exámenes así en el colegio de los maristas.

De repente la espesa niebla que durante toda la mañana cubría mi cabeza desparece, ante la última revelación de Caniellas, y mi mente empieza a funcionar con la frialdad acostumbrada, mostrando una realidad que me cuesta creer.

«Está claro que tiene que ser un mensaje para mí. Pero de quién…, si Pascual está muerto y yo no he sido. Quién más sabía que nosotros usábamos ese símbolo como firma de nuestros comunicados en el pasado de nuestra juventud…».

—Bueno, amigos míos, esto es todo lo que os puedo decir por el momento —dice el doctor interrumpiendo mis pensamientos.

—Gracias de nuevo. Es más de lo que sabía hace treinta minutos. Te lo agradezco de veras.

—De nada. Tú harías lo mismo si yo estuviese en tu lugar.

—Eso tenlo por seguro.

—Nicolás, de verdad que siento lo ocurrido, y que comprendo muy bien por lo que debes estar pasando. Si en algo te puedo asistir, no dudes en hacérmelo saber, que estaré encantado de hacerlo. Esto también va por ti, Luis, ya lo sabes de sobra, no hace falta que te lo diga, ¿verdad?

—¿Sabéis qué? —dice Luis de repente—, esa frasecita que nos acabas de comentar, doctor Caniellas, recuerdo dónde la he visto y leído.

—¿Ah sí?, ¿dónde? —pregunta con ansiedad Caniellas.

—Creo que vosotros también la habéis leído, sobre todo tú, Nicolás. No sé si será coincidencia, pero tiene algo que ver con Letizia. Mejor dicho, con su primer marido, Pascual Fonseca.

Las palabras de Luis me producen un repentino estupor, le miro con sorpresa, no entiendo que la frase «El juez ha dictado su justo veredicto» tenga algo que ver con mi esposa Letizia, pues yo en estos momentos no veo la relación que puede tener.

—¡Cómo dices! ¿Qué tiene que ver Pascual Fonseca aquí?

—Yo no recuerdo haberla leído —dice Caniellas—, pero dinos dónde la hemos leído. ¿Qué relación puede tener?

—Es una frase —prosigue Luis— que sale en una de las novelas de Pascual Fonseca, si no me equivoco, en una de las últimas que se han publicado, Ciega Justicia, aunque creo que en la primera de las publicadas también sale esta frase. ¿Lo recordáis?…, en Ciega Justicia. Al final, cuando los padres de la niña torturada y asesinada se encuentran con el asesino de su hija y le dan muerte usando la tortura, sobre su cadáver dejan una tarjeta con una frase que dice exactamente lo mismo: «El juez ha dictado su justo veredicto». No creo que sea una simple coincidencia.

—No estarás insinuando lo que creo que estás…

—No estoy insinuando nada, Nicolás. Solo constato el hecho de dónde procede la frase. ¿Qué crees que insinúo?

—Que algún loco ha empezado a asesinar siguiendo los dictados de lo escrito en las novelas de Pascual Fonseca. Comenzado con la muerte de la que fue su esposa para vengarse de algo que él o ella, o tal vez los dos juntos, hubieran cometido en el pasado, y por lo que ahora ha querido hacer justicia. Sería de locos.

Los dos se quedan mirándome fijamente durante un minuto, pensando en lo que acabo de decir, al cabo del cual Caniellas dice sin dejar de mirarme:

—Yo no creo que Luis haya querido insinuar nada en concreto. Sin embargo, la consideración que tú acabas de hacer, Nicolás, sin que le dé verosimilitud, puede que sea más acertada de lo que crees. Creo que se debería tener presente en la investigación que se lleve a cabo. Por lo que, si me permitís, lo haré constar, sin citaros, en mis conclusiones finales del informe de la autopsia. No creo demasiado, por no decir que no creo nada, en las coincidencias, quizás se deba a esta profesión que ejerzo.

En mi mente, de inmediato, se enciende una luz roja, que pone freno a las reflexiones en las que se encuentra inmersa para tratar de recordar pasajes de las novelas que de alguna manera yo he ayudado a que fuesen conocidas, más concretamente la novela que acaba de citar Luis.

—¿Vosotros… —pregunta Caniellas— podéis decirme cómo murió el señor Pascual Fonseca? Si es que queréis o sabéis, claro.

—Tú lo sabes igual que nosotros.

—Yo conozco la versión que ha dado la editorial. Pero…

—Es la única que conocemos. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada en particular. Yo no dudo de la versión que ha dado la editorial.

—Entonces…

—Porque, en cuanto la fiscalía conozca ese dato, seguro que os harán la misma pregunta, y no se conformará con la versión oficial. Y menos sabiendo, como saben, que tú, Nicolás, estás escribiendo su biografía.

—La biografía de un hombre muerto, sin estar muerto —susurra Luis.

—Pues yo no tengo otra. Aunque haya personas que no se la crean.

—Exacto, tú mismo lo has dicho, Nicolás. Así que, si sabes realmente cómo ocurrió, te aconsejo que cuando te lo pregunten les digas cómo sucedió realmente.

—Es que no conozco otra.

—Pues si llega a hacerse público que esa frase, tan enigmática, de Pascual Fonseca, uno de los escritores que más intereses ha generado y suscitado en los últimos tiempos, ha aparecido en la escena del crimen de la que fue su esposa, va a engendrar una serie de teorías que abrirán el debate de la desaparición o muerte de Pascual Fonseca, que pondrán el punto de mira en ti, Nicolás, lo que seguramente te obligará a que des esas respuestas que dices desconocer…

—Sinceramente ignoro esas respuestas, y no suelo hablar de lo que no sé. Así que, cuando llegue ese momento, optaré por el silencio, que es la mejor respuesta que puedo dar.

—Puedo estar de acuerdo contigo en cuanto a esa respuesta. Pero tiene el inconveniente de que esas teorías en la retorcida mente de algún investigador y del fiscal engendren otra teoría más peligrosa… Me imagino que ya sabéis cuál.

—No, no estoy en condiciones de imaginar nada. ¿Cuál?

—Seguro que no les costará nada relacionar la supuesta desaparición de Pascual Fonseca con su muerte real, culpándoos de su desaparición-muerte, a Letizia y a ti, Nicolás. Y que posiblemente ese sea el origen, la razón, de la muerte de tu esposa Letizia… Una muerte extraña la envuelve otra muerte.

—La muerte nunca es extraña. Si acaso una completa desconocida. Te recuerdo, Fermín Caniellas, que en el caso de Pascual Fonseca, se han seguido todos los procedimientos que marca la ley. A los tres años de su desaparición se le declaró ausente, y a los diez años de no tener noticia alguna de él, el juez lo declaró fallecido —dice Luis.

—Sí, eso está claro, querido Luis… Nicolás, tú conoces de sobra la rumorología que ha circulado alrededor de tu persona y de la de tu esposa. No hace falta que te lo recuerde. Así que imagínate las especulaciones, las retorcidas conjeturas que empezarán a circular en cuanto se conozca.

Miro al doctor y a Luis, por unos instantes, mientras en mi mente comienza a resonar el sonido de las palabras que acabo de oír, como si se tratase de los tambores en las procesiones de Semana Santa bajando por la calle Ancha.

El significado que se esconde tras las palabras de Caniellas empieza a tomar forma de esfera de la verdad, en la que, muy probablemente, de manera similar, en el pretérito del tiempo había pensado, y que había tomado la decisión de expulsar definitivamente de mi conciencia. Pero, ahora, en el momento en que este terrible suceso ha llegado a mi vida, las veo cabalgar de nuevo en el horizonte hacia mi pasado.

Posiblemente tendré que pensar y meditar profundamente, cuando salga por la puerta de este edificio…

La puerta se abre de improviso, desviando mi atención. En el quicio de la puerta acristalada se asoma el rostro del inspector Reyes, detrás se perfila la sombra del joven subinspector Fernández.

—Perdonen —dice—. Nosotros ya nos vamos de regreso a nuestro destino, queríamos preguntarle, señor Beltrán, si se ha dejado olvidado algo en el coche, o si quiere que le llevemos algún mensaje a alguien. Ya que esta mañana ha sido todo tan rápido e inesperado…

—No, no, gracias. Lo tengo todo conmigo, no necesito nada. Gracias por todo.

Me levanto, mientras hablo, de la silla donde me encuentro dirigiéndome hacia la puerta para estrecharle la mano, más como un gesto instintivo de cortesía, en cierto modo de agradecimiento. Aunque no sé muy bien de qué.

—Sentimos lo ocurrido, esperamos que todo le vaya bien, señor Beltrán. Buenos días, señores —dice Reyes cerrando la puerta.

Me encuentro de pie en el centro de la sala, siento mi cuerpo como si acabase de ser arrollado por un tren de mercancías. Sé dónde estoy, pero no sé realmente dónde estoy, aunque ahora, por fin, después de tantas horas de mantener un inesperado combate entre mis neuronas y mis sentimientos, presiento que sé la causa por la que estoy en este edificio, en este despacho. Siento como la rabia de ese combate, de alguna manera, ante el conocimiento de la realidad, se va calmando en mi interior, pero no desapareciendo, sino haciéndose más real, más certera, para de esa manera colocarme ante el quicio de la puerta del cuarto oscuro del miedo, de mi miedo, de la soledad en soledad.

El doctor aprovecha para ponerse en pie diciendo:

—No me importaría quedarme más tiempo, la verdad, pero el deber me reclama. Nicolás, Luis, vais a tener que pasar por la morgue para identificar el cuerpo…

—No creo que pueda verla en ese estado.

—Lo comprendo… Pero tendrás que reconocerla tú o alguien cercano a ella. El procedimiento exige que el familiar más cercano lo haga.

—Si no queda otro remedio…

—Bien, pues… estaremos en contacto.

—Por supuesto. En otro momento y lugar.

—Permanezco a vuestra entera disposición para lo que preciséis. No olvidéis comunicarme cuándo es el funeral, me gustaría asistir.

—¿Sabes si tendremos que esperar mucho más?            —pregunta Luis.

—No creo que sea mucho, el comisario Freixa ya sabe que estáis aquí, en este despacho, conmigo. Procuraré enterarme y os lo hago saber —dice el doctor Caniellas.

—Nicolás, ¿no te importa quedarte un momento a solas?, voy a salir fuera para realizar unas llamadas y posponer las reuniones de hoy.

—No, no tengo inconveniente, ¿por qué iba a importarme? Seguramente, me sentará bien quedarme a solas un rato. Gracias de nuevo, Caniellas, por tu información. Espero que no te suponga un problema.

—Para nada será un problema.

—Ya que tan amablemente te has ofrecido, y abusando de tu amistad, probablemente me pondré en contacto contigo si necesito de tus conocimientos. Luis sabe cómo localizarte, ¿verdad? —digo.

—Sí, no hay problema. Él sabe de sobra cómo localizarme —contesta Caniellas mientras nos fundimos en un abrazo sentido.

Salen los dos del despacho hablando en voz baja entre ellos, mientras los veo alejarse por el pasillo a través de la mampara de cristal, perdiéndose al fondo del pasillo.

Al cerrarse la puerta me quedo solo con esta creciente ansiedad que me ahoga, la mirada se pierde prendida en los segundos del reloj que hay suspendido en la pared del pasillo, contándolos mentalmente mientras observo como en los despachos contiguos un inusual tráfico de personas huía de un lado a otro de los distintos compartimentos que conforman la planta del edificio. Imaginándolos atrapados en el caótico delirio del caótico acontecimiento que nos ha traído hasta aquí, la misteriosa muerte, surgida en las últimas veinticuatro horas, que ha traspasado la puerta del desconcierto. La mayoría lleva una carpeta con papeles en sus manos e intercambian comentarios entre ellos gesticulando de manera nerviosa mientras de soslayo miran hacia donde estoy. Las voces de sus miradas me perturban, por lo que me apresuro a plegar las lamas de la delgada persiana gradulux.

Estoy de pie, solo en esta habitación mirándola sin verla, pues mi mente comienza a asimilar los ecos de las palabras que aún revolotean cual mariposas en el frío interior, vacío, solo iluminado con luz artificial, de este habitáculo cerrado donde me encuentro.

La sombra del nombre de Pascual ha salido a relucir, como corcel negro en el desierto de mi memoria, lo que me inquieta y preocupa…

¿Debería?…

En el interior de mi cabeza, en este instante, comienza a librarse una batalla. La batalla de los recuerdos, la madre de las batallas, entre el recuerdo de lo vivido junto a mi esposa, Letizia, y los recuerdos de la infancia vividos con Pascual Fonseca. Mi conciencia no alcanza a comprender el porqué de la unión entre esos recuerdos. Dejo caer los párpados entrecerrándolos. Me dejo llevar por la senda que quiere mi mente. Mi conciencia abre la carpeta de mi memoria, elige llevarme, no me opongo ni quiero indagar en los motivos, solo me dejo llevar sin oponer resistencia, pues mi memoria me traslada a los recuerdos de mi infancia por las calles de mi querida ciudad, León. Aquella infancia vivida con Pascual. Haciéndose visibles ante mí, como si quisieran que fueran vividos de nuevo, con igual o la misma intensidad.

Mi cuerpo busca acomodarse a la silla donde me encuentro, dejando reposar mi espalda sobre su respaldo. Muevo el tronco durante un instante para que mi dolorida columna encuentre su hueco, estiro las piernas. Mis ojos entrecerrados lanzan una mirada que se pierde por la superficie plana de la mesa que tengo bajo mis manos. En esta postura en la que mi cuerpo ha logrado acomodarse, dejo que mi mente cabalgue libremente por la inmensa llanura de mi memoria.

Pascual Fonseca, Pafo, no había vuelto a pensar en él prácticamente desde el día en que nos dijimos adiós definitivamente a través de una puerta. No a la persona de aquella tarde, sino al amigo que yo creía que él era, que resultó ser un mero conocedor de su historia y de la mía… Ahora pienso que una parte transcendental de mi vida ha girado alrededor de la suya, sobre todo, de la figura de su persona. Pafo… Por lo visto, la historia de mi relación con Pafo no ha terminado. Pafo, desde donde esté, quiere regresar para así seguir teniendo el poder sobre mí, para luego, cuando él tenga a bien, destruirme…

¿Lo que ha sucedido será su venganza?

Si es así, esta vez no se lo voy a permitir, como en estos últimos años. No porque esté asustado o porque tema herir su memoria. No, qué va, no por eso, sino porque últimamente he comprendido que la verdad sobre Pascual Fonseca ya no tiene ninguna importancia, ya no me puede herir, ni hacerme daño. Bastante he padecido con su ausencia y más hurgando en los misterios de su tortuoso pasado. Ahora mi fuerza es mi silencio, silencio que no tengo ninguna intención de romper. Aunque tampoco voy a consentir que ese silencio destruya mi vida y la de mi familia. Yo soy el único dueño de mis silencios, el templario de mis sueños y el sereno de mis palabras. Porque quiero aprender a vivir con él, mi amigo, en mi memoria, sin que me haga daño. Del mismo modo que he aprendido a vivir con la idea de mi final, mi muerte. El pasado, pasado es, y el futuro, futuro será, que en pasado se quedará. Solo quiero vivir el presente para dejarlo escrito en el libro de mi pasado.

 

 

CONTINUARA

Pippo Bunorrotri.

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